EL MARQUÉS DE BANDADELSUR
CAPÍTULO I
2757 - 2766
A los oídos del joven Eliseo de Arenales y Rivera, marqués de Bandadelsur, llegó la noticia de una bestia terrible y asesina, que acechaba el paraje de Lomas. La bestia mostraba amplia preferencia por el sabor de las gargantas de sus víctimas, y parecía ser indiferente a su edad y género, atacando lo que hubiera de manera totalmente oportunista, como si quisera convertirlos a una religión donde la mayor virtud era la carencia de cuello. Y luego los cuerpos se los podía encontrar, parcialmente consumidos, a la intemperie, o bajo algún caldén o algarrobo negro, allí donde las ruinas de bóvedas y panteones cubiertos de maleza atestiguaban que en épocas pasadas, antes del cataclismo, había estado el cementerio. Quienes habían sobrevivido al ataque del monstruo decían que era como un león negro o un perro salvaje del tamaño de un caballo, con una larga cola peluda, capaz de dar grandes saltos.
Pero una criatura completamente distinta había sido descrita por la primera testigo sobreviviente, Lucía, una chica de doce años que había llevado al monte a pastar algunas de las vacas del marqués. Contó que se entretenía cantando una de las canciones viejas de aliento, a veces era “El club, mi barrio, una pasión” y a veces “sínople y plata, colores de mi corazón”, cuando desde las ruinas vio venir a una criatura similar al Mano de Mosca de los cuentos, un hombre bajo y barrigón, peludo y negro, que se movía con sorprendente agilidad dadas sus piernas torcidas, y que no producía sonido alguno hasta un instante antes de atacar, cuando sibilaba como una serpiente. Sin embargo, los toros de la manada lo sintieron, y lo embistieron hasta hacerlo correr. Y lo mismo hicieron la segunda vez que atacó, y así la chica pudo salvarse completamente ilesa y correr al Lencho a dar su testimonio, que de canción antigua no tuvo nada salvo la agitación final.
-Pero muchos otros no tuvieron tanta suerte -dijo el abate Sánchez, un anciano de ojos claros y nariz ancha, de voz velada por el tabaco, y encargado tanto de la tutoría del marqués de ocho años como de su prima Mari, un año y medio mayor-. Sólo en los últimos meses hemos enterrado a más de treinta personas. Ya nadie se atreve a alejarse de la sombra de la arboleda sin escolta armada.
-¿Y por qué no se me avisó de esto antes? -preguntó Bandadelsur con tranquilidad, alzando apenas la vista del boceto en carbonilla que estaba haciendo de la Bestia de Lomas en su faceta de león. Se encontraba acostado boca abajo en el antiguo parquet de la biblioteca y, en la misma postura, pero en ángulo perpendicular con respecto a él, se encontraba Mari, que dibujaba a la Bestia en su aspecto humanoide de Mano de Mosca, amenazando con rasgar el papel al colorear su oscuro pelaje-. Yo mismo he andado desarmado por el campo que ahora me entero es su coto de caza.
-Su escolta siempre estuvo ahí, ilustrísimo, por supuesto que siguiéndolo a una distancia discreta para no molestarlo en sus juegos.
-¡Se me espía!
-El ilustrísimo debe concentrarse en su educación. Así lo manda su señora madre desde la capital, y aquí su señora abuela y sus señoras tías.
-¿Vos habías sabido algo de esto, Mari?
-Rumores, ilustrísimo. Tampoco se me permite a mí andar sola fuera de los muros del estadio.
-Me corresponde a mi cazar a la bestia -dijo el marqués, agregando al boceto su figura armada con un mosquete a punto de matar al león-. Como el señor del Lencho no puedo dejar que un enemigo ande por ahí haciendo lo que le plazca con la gente que está a mi cargo.
-No necesita fatigarse, ilustrísimo -dijo el abate-. Ya los más valientes baqueanos y rastreadores libres de toda Portenia están convergiendo en el Lencho para emprender la cacería. Es por esto que me veo en la obligación de importunarlo ahora con la noticia. Su señora abuela ha pedido que vuestra merced esté presente para entregar un premio y una condecoración a quien vuelva al Lencho con la cabeza de la bestia.
-Quiroga se ganó el nombre de Tigre de los Llanos cazando un yaguareté en campo traviesa -dijo el marqués-. ¿No daría más honor a nuestra casa si su señor tuviera un título igual?
-Si recuerda bien, ilustrísimo, Quiroga fue perseguido por el tigre y obligado a tomar refugio en la copa de un algarrobo. Fue solo por el auxilio de una partida de gauchos que el animal pudo ser muerto, y Quiroga salvado.
-El mío es un linaje de nobles de faca -dijo el marqués-. ¿Acaso no soy ya lo bastante mayor para empezar a blandirla? Esta bestia no me despierta ningún temor, y no me temblará el pulso al momento de darle muerte.
-Cuando la famosa campaña de Tata Augusto I de la Boca llegó a estas tierras -dijo el abate-. Vuestro ancestro Don Vicente de Bandadelsur le propuso que se batieran a duelo para evitar que sangre innecesaria se derramara sobre los trapos en disputa. Tata Augusto contestó que tenía otras maneras de morir, pero que si quería le podía mandar un hincha de su guardia personal. Dígame ilustrísimo, ¿Hizo esto Tata Augusto I porque tenía miedo del cuchillo de Don Vicente?
-Así me parece a mí. Un príncipe tiene que ser antes que nada valiente para inspirar a sus súbditos.
-No se necesita morir para inspirar al pueblo llano, ilustrísimo. También es inspiradora la sensatez de evitar que el azar de una puñalada resuelva una causa tan importante, tan crucial para las vidas de toda esa gente, y para la que tantos y tan precisos preparativos se habían hecho. Además, vuestra señora abuela no lo aprobaría.
El marqués no dijo nada. Estaba mirando a su prima que había girado el papel noventa grados para que el Mano de Mosca yaciese muerto, aunque los largos dientes afilados que lucía le daban el aspecto de estar burlándose de su destino, y con un lápiz carmín le había dibujado la sangre, y en el otro extremo del cuadro había agregado dos figuras adicionales: el joven marqués disparando, y ella misma con un amplísimo y elaborado vestido de gala, muy distinto al sencillo vestido de algodón bordado que usaba para las clases, cargando mosquetes de repuesto para que el marqués pudiera disparar una y otra vez sin tener que recargar, destreza que ella sabía él aún no había aprendido. Muy a su pesar, las lecciones de la mañana eran los rudimentos del baile formal y la cabalgata recreativa, y las de la tarde, luego del almuerzo, ocurrían exclusivamente entre antiguos libros y matemáticas.
-Abate -preguntó la Mari-. ¿Hay en el cuento del Mano de Mosca algo que sugiera que es alguna clase de lobizón? Eso explicaría las distintas formas en las que fue avistado.
-No -dijo el abate Sánchez-. Y además es solo una leyenda de antes del cataclismo, distorsionada y popularizada por el caos de esa era. Nunca existió el Mano de Mosca y lo que no existe generalmente no puede transformarse. La bestia no es nada más que un león, quizás un puma particularmente grande. Nada que un baqueano experimentado no sea capaz de manejar.
-¿Y si no es un lobizón como se explican las disidencias entre los testimonios?
-Los testimonios de gente que sufrió una experiencia traumática deben ser interpretados como un rastreador interpreta las evidencias naturales del paso de un animal, con cierto escepticismo. Lo mismo cuando leemos un texto histórico. Siempre debemos recordar que quien escribe o deja las señales tiene prejuicios, intenciones que quiere esconder además de las que comunica abiertamente. Se debe sospechar incluso de la propia experiencia, so pena de caer en la tentación de asirse desesperadamente a la primera explicación que a uno se le ocurre.
-¿Qué intención oculta podría tener una niña para decir que un león tenía forma de hombre? -preguntó Bandadelsur-. Yo conozco bien a la Lucía. Es inocente y buena, y tiene una voz hermosa y cuida atentamente al ganado. ¿Por qué querría engañarnos?
-A mi no me cae bien -dijo Mari.
-Pondérelo esta noche, ilustrísimo -dijo el abate-. Será una oportunidad de aprendizaje. ¿Qué verdad ve surgir de entre las contradicciones?
-Si hubiera perdido una vaca y quisiera excusarse, claro. Pero sin sacar ninguna ventaja no se me ocurre--
La voz del marqués fue interrumpida entonces por las campanadas de la tarde, y con ellas llegó Estela, la criada que los llevaría a comer, y el abate dio por terminadas las horas de estudio. Y luego de la comida con su abuela, en una larga mesa de roble puesta para ella y los niños, y la madre de la Mari aún en sus negras vestiduras de viuda, y su hermana, que siempre había sido soltera, pero acompañaba el luto con ropas sencillas de tonos apagados, muy interesadas en escuchar a la luz de los candelabros los pormenores de la lección que habían tenido con el abate, y muy satisfechas con los consejos que el sabio les había dado; el marqués de Bandadelsur no pensó en los pormenores de las historias de la Lucía. Pensó en la última carta que su padre, llamado también Eliseo de Arenales y estilado marqués de Bandadelsur, enviada desde el frente de Concordia, pocos días antes de ser muerto de un cañonazo, en batalla contra los Asoiures de las Nuevas Islas del Norte y los príncipes orientales que vivían del otro lado del río. La conocía de memoria:
“Madre querida:
Estamos siempre en la mayor de la más tranquilidad. Yo mando estas líneas a vos con tanto el placer como la esperanza de calmar tus temores. Los enemigos están en la misma posición siempre, y nosotros en nuestro inasaltable campo. Así nosotros no estamos en ninguno de los asedios por hacer y podes, mi querida madre, estar en la mayor seguridad de mi cuenta.”
Tiernos afectos agregaba luego para su esposa y sus hermanas, y la última línea, al final de la carta, era para su único hijo, a quien besaba. Y ese hijo que había contado apenas dos años cuando ocurrió aquello, hacía ahora mucho esfuerzo por que la voz con la que escuchaba esas líneas no se pareciera a la de nadie que conociera. No recordaba la voz de su padre ni tampoco la de su madre, Julia. Ella vivía en la capital con su propio padre y su hermano, los Rivera, en el palacio real de la Casa Amarilla, mudada allí luego de la muerte de Eliseo de Arenales, ocurrida cuando éste contaba apenas veintisiete años. Era un asiento a la altura de su familia que, aunque una rama menor del famoso linaje norteño de los Tablones, era tan antigua como los Bandadelsur pero, al ser nobles de la empresa y no de faca, mucho más acaudalada. Julia estaba embarazada de una segunda criatura al momento de enviudar, y el parto fue difícil, y la dejó muy débil e incapaz de viajar al Sur, a ver a su hijo en el Lencho, e incluso de recibir sus visitas. Si moría, no quería que la imagen que él conservara de ella fuese consumida y triste en una cama de sábanas blancas. Pero la que murió fue la niña, a los tres meses de edad, y pronto le siguió su tío, heredero de los Rivera, y entonces el joven Marqués había quedado como nuevo y único destinatario de la vastísima fortuna, y las tierras con una renta anual estimada en las cien mil copas, además de los dominios de su linea paterna.
Pero Eliseo de Arenales y Rivera era demasiado niño en esa época para llorar a su hermana, y más bien se había dedicado a jugar en total libertad entre las breves docenas de chalets con techos de teja aglutinados alrededor del Lencho, y bajo su famosa arboleda, y en los campos y en los montes, recibido el homenaje de los peones que se sacaban el sombrero cuando lo veían correr por el campo con la Mari, y le decían ilustrísimo a él e ilustrísima a ella, y sus hijos habían temido tener que desempeñar papeles penosos en sus juegos, de víctimas y sirvientes. Pero cuando se dieron cuenta que él tenía pensado ser un señor amable y generoso con los suyos, y que conocía muchas historias interesantes que le contaba el abate Sanchez, que podían transformarse en intrincados juegos nuevos, lo aceptaron como si fuese el hijo del molinero o del encargado de la perrera. Jugaban al Martín Fierro o al Facundo, y Mari y Bandadelsur hacían de indios o soldados anónimos de la partida más seguido de lo que querían ser los héroes. Jugaban a la pelota y el marqués era más bien torpe y duro de piernas, pero tenía el buen sentido estratégico de ocupar una posición defensiva menor, generalmente del lado derecho del campo, antes de hacer perder a su equipo intentando destrezas demasiado audaces. La excepción a su aparente humildad era cuando jugaban a la Conquista, aprendida de los comentarios que el propio Tata Augusto I de la Boca había escrito de puño y letra, y era la conquista del mismo territorio sobre el que jugaban. Y entonces el marqués insistía en hacer siempre de su ancestro Don Vicente de Bandadelsur, el último gran líder de la resistencia contra los de la Boca, que había conseguido reunir bajo su trapo a todas las hinchadas del sur, las que entre sí se detestaban visceralmente desde tiempos anteriores incluso al cataclismo. La Batalla de la Yrigoyen, una de las rarísimas derrotas en la extensa carrera de Tata Augusto I, había ocurrido a pocos metros de donde los niños la recreaban, y muchas veces encontraban puntas de cuchillo o balas aplastadas que indudablemente databan del enfrentamiento, y le daban un realismo supremo a ese juego, mucho más allá de los otros. Madame de Arenales, su abuela, desaprobaba que pasaran tanto tiempo con los hijos de sus siervos, pero tan ocupada estaba con la administración de los asuntos de estancia que poco tiempo encontraba para supervisar los pormenores de los días de sus nietos. Y el abate era un hombre mayor, de libros, sin ningún interés en perseguirlos por el campo.
El marqués, acostado en su cama con ensoñaciones de gloria y aventura, sabía que poco poder tenían esos adultos en la noche, y decidió vivir su propia campaña. Se levantó lentamente para que la cama no crujiera y lo delatara y encendió una vela para la linterna. Se puso un chaleco de cuero sobre la camisa de dormir, busco en el suelo sus pantalones de montar, los más resistentes que tenía, sus botas negras, y descolgó su sombrero de tres picos con pluma de avestruz y forro de fieltro. Abriendo apenas la puerta y andando en silencio por el interior Lencho, fue a despertar a su prima, que dormía del otro lado del pasillo, acompañada por Estela, la criada, tocándole apenas el hombro.
La Mari entendió al instante las intenciones de su primo, y de hecho había estado soñando con las diferentes formas en las que iba a morir la fiera bajo una luna cambiante. Lo primero que necesitaban era conseguir armas del cuarto de utilería, y bajaron la gran escalera de cemento verde y blanco hacia lo que había sido el campo de juego, que ahora era el gran salón para bailes y asados, que en la noche se encontraba vacío y en silencio, con sus armaduras esmaltadas, sus chimeneas apagadas, y sus murales pintados con los ilustres ancestros: “Canilla” Arenales, que luchó junto a Nancy de Villa del Parque para liberar Portenia de la primera ocupación Asoiur. Otro un caballero sureño anónimo que participó de la campaña para recuperar de los infieles el Jardín Bella Vista, donde se dice está enterrado El Diego. Y más recientemente la celebrada escritora Magdalena de Bandadelsur, autora de la novela “La Princesa Oriental”, sobre las intrigas de la corte del rey Román II de Portenia.
Por desgracia para el marqués, Carlos, el utilero, apodado “El Castor”, se encontraba en su puesto, un escritorio de caoba en la entrada del cuarto de utilería, concentrado en la revisión de un cargamento de mosquetes con llave de chispa, recién llegado de las forjas de Liniers. Bandadelsur y la Mari se escondieron entre los cajones, y lo vieron trabajar en silencio.
-Es absurdo que siendo todas estas armas mías no pueda llevarme ninguna -susurró el marqués a su prima.
-Quizás vuestra merced pueda descolgar una espada de la pared del salón, que no necesita ser cargada. O un cuchillo de la cocina. Debemos visitarla de todas formas para conseguir provisiones, vitales en caso que nos perdamos varios días en la espesura.
-Para cazar fieras es mejor usar una lanza que permite mantenerse a distancia de sus garras y sus dientes. De lo contrario tendría que saber acercarme por la espalda en silencio, sin que la bestia se de cuenta. Tendría que estar atento a la dirección del viento para que no me traicione mi aroma.
-Quizás yo pueda servir de carnada -dijo Mari-. Me pondré una gran cantidad de perfume de lavanda y haré mucho ruido en la campiña, y así la bestia se concentrará en mí y no notará la presencia de vuestra merced.
-Eres una compañera valiente, Mari, pero no puedo permitirlo. Es demasiado peligroso.
-La vida de su ilustrísimo vale más que la mía.
-Mi corazón moriría de tristeza si algo te pasara.
-Tal vez debiéramos despertar a nuestros compañeros en el pueblo, y formar una auténtica partida de caza.
-Eso significaría compartir la gloria, que de todas formas se vería disminuida en la desigualdad del combate. Para eso bien podría dejar la cancha libre a los baqueanos que han venido del norte.
-¿Lo importante es ganar gloria o librar al país de la bestia, ilustrísimo?
-Ambas. Si la casa de Bandadelsur no mantiene el respeto que le corresponde, pronto tendríamos otras bestias peores asolando nuestros campos.
-El abate nos previene siempre de los peligros de desmedida ambición…
-¿Ahora vas a echarte atrás, Mari?
-No en el momento que el utilero se levanta. ¡Mire!
Rascándose el amplio estómago, el utilero bostezó, se levantó de su silla con dificultad, sacó un periódico doblado de uno de los cajones de su escritorio y se dirigió en dirección al baño. Al acercarse a las armas, Mari y el marqués se dieron cuenta que no era tanto que estaba revisando la calidad de los mosquetes, si no que los estaba organizando en alguna clase de escultura o arreglo floral, no sabían si para presentarlos ante Madame de Arenales o para su goce estético personal. El utilero era famoso por tardar mucho tiempo en entregar lo que se le pedía, dado que ordenaba los artilugios a su cargo de una manera muy particular, de ahí su apodo, donde cada pistolón, espada, mosquete o alabarda era vital para la integridad estructural del conjunto, y presuntamente esto era para dificultar la tarea a potenciales ladrones, que serían expuestos o quizás incluso heridos por la avalancha de material de guerra. Las municiones y la pólvora, por su parte, se encontraban bajo llave en un armario, y la llave no se encontraba en ninguno de los cajones del escritorio.
-Seguro que el Castor la tiene encima.
-¿Y qué hacemos?
-Llevémosnos lo que esté más expuesto en la represa, y no perdamos el tiempo.
Mari contempló la intrincada pila de armas entrelazadas en forma de arco, tan grande que llegaba al techo y volvía a bajar del otro lado del cuarto de utilería, y encontró un esbelto estoque con empuñadura de copa que llamó su atención por estar, aparentemente, flojo. Hizo una pausa, respiró hondo y con un veloz movimiento lo sacó lisamente de la masa como si fuera de su envoltura de seda. Bandadelsur imitó los preparativos de su prima, pero en el último instante tuvo un mal presentimiento, cambió de opinión con respecto al arma que estaba más suelta, parpadeó y cuando volvió a abrir los ojos tenía en la mano una polvorienta pistola con llave de rueda y el techo se venía abajo sobre sus cabezas. Los niños no pudieron evitar un grito y salieron corriendo del cuarto de utilería a medida que las armas se desmoronaban estrepitosamente, seguramente despertando a todo el estadio. Estándolo ya todo perdido, Mari levantó uno de los mosquetes nuevos, arruinando el arreglo floral de mosquetes del que era parte, y le indicó por señas a su primo que se llevara uno también.
-¡No olvides las bayonetas!
-¡Aquí!
-¡Ladrones! -gritó el utilero por encima del ruido del agua corriendo en la cisterna-. ¡Ladrones!
Bandadelsur y Mari corrieron en dirección a las cocinas, dejando muy atrás al Castor, que probablemente ni siquiera había llegado a verlos. Alguien tocó una trompeta y por todas partes se escucharon movimientos presurosos y ladridos de perros. Los niños ganaron una salida subalterna a la calle de adoquines, destinada al ingreso de víveres, y luego una mata de arbustos que crecía al pie de la arboleda.
-Tengo que apagar la linterna. -dijo el marqués-. Nos delatará.
-¿Tiene para encenderla después?
-No.
-¡Entonces tápela con el chaleco!
Así lo hizo el marqués, y guardaron silencio, lo más que les permitían sus respiraciones agitadas. Hubo varios minutos de ajetreo y voces y pasos en el cemento del estadio y, luego ocurrió finalmente que las luces que se veían en las ventanas, salvando las de las más altas torres que permanecían siempre encendidas, se apagaron, y en la oscuridad solo se oía cantar a los grillos.
-Nadie salió a perseguirnos -dijo, en un susurro, el marqués.
-Que nosotros hayamos visto.
-Pienso que todo el mundo quería volver a dormir, y desistieron.
-¿Y Estela no se dio cuenta que yo no estaba a su lado cuando despertó? ¿O tan pesado tiene el sueño?
-No lo sé. Tampoco si debo alegrarme o consternarme de que nadie haya ido a molestarme a mis habitaciones.
-¿Habrán pensado que las armas se desmoronaron solas?
-Por cómo estaban dispuestas es sorprendente que no haya pasado hasta hoy.
-¡Terrible castigo recibirá el pobre Castor por despertar así a todo el castillo!
-Encontraremos la forma de compensarle. Si nos descubren seremos nosotros quienes lo recibamos.
-Sin duda lo merecemos.
-No si volvemos con la cabeza de la fiera.
-Habremos de cortársela con las bayonetas, luego de matar al Mano de Mosca a garrotazos. ¡Garrotes son nuestros mosquetes sin munición!
-Vamos -dijo Bandadelsur destapando la luz-. Tenemos una larga caminata por delante.
Era una noche sin luna, y se guiaban casi sin ver, sólo lo que el tenue radio de la linterna iluminaba, y sabían a donde ir más bien gracias a que conocían con precisión el terreno que iba al antiguo cementerio, en el paraje de Lomas, a aproximadamente una hora de caminata. La mayor parte era una superficie despejada, salvo por los pastos crecidos que les rozaban las piernas con una sensación de humedad, las cuises que eran ágiles manchones huyendo de la luz, y el ruido incesante de los grillos. A la distancia veían otras linternas, seguramente de los baqueanos y los cazadores libres, entre las ondulaciones naturales y las pilas de escombros del cataclismo, que andaban por ahí buscando la misma presa que ellos. Si hubiese sido mayor y tenido el control de su fortuna, Bandadelsur hubiese sido capaz de darle un premio a cada uno a cambio de que se fueran de sus tierras, y no lo molestaran en su cacería.
Mientras caminaba, para distraerse del fuerte latido de su corazón, pensaba en si su padre se había sentido así mientras marchaba a la guerra. No con miedo en el sentido de un susto, como cuando era más pequeño y la Mari se escondía detrás de puertas o dentro de los armarios para sorprenderlo, y él debía recuperar la compostura lo más rápidamente que pudiera, a fin de que ella no pudiera cantarle victoria, dado que si él intentaba esconderse para sorprenderla a ella, ella de alguna forma lo sabía, como si pudiera olero, y era una causa inútil; otra cosa. En los mapas de batallas, los soldados eran representados como cuadros, con los colores que defendían, pero el marqués sabía que eran hombres de carne y hueso, miles de hombres en cada bando, suficientes para llenar dos estadios como el Lencho. Gracias a sus conexiones con los Rivera, su padre había sido nombrado coronel de granaderos, aunque no había tenido hombres a su cargo hasta un momento antes de emprender la última marcha, antes de encarar al enemigo. El marqués de Liniers, mariscal de las fuerzas de Portenia, sostenía una posición defensiva junto al río que corría alrededor de la fortaleza de Concordia. Del otro lado estaba el Diez de Ilha Brava, que ellos llamaban O Duque, comandando a los aliados Orientales-Asoiur. Su plan, claramente visible desde las torres de la fortaleza, era dividir sus fuerzas entre varios grupos para amenazar las líneas de suministro de Liniers, a costa de sobre-extenderse. Así Liniers vio la oportunidad de conseguir una victoria definitiva, y ordenó a sus fuerzas salir de sus campamentos defensivos, cruzar el río en cinco pontones, y avanzar contra el enemigo que estaba al oeste de Concordia. En el mapa, la artillería estaba en el centro, cuidada por la caballería, y la infantería guardando cada flanco. El blanco y verde marcaba el cuadrado con los granaderos que mandaba su padre. La batalla empezó por su flanco, el derecho, con un duelo de artillería entre el mariscal de LaQuema y la izquierda de los orientales.
-¿Cree que nos encontraremos al León o al Mano de Mosca? -preguntó Mari en la oscuridad. El marqués apenas podía ver la mitad de su rostro, iluminado por la linterna, muy serio y concentrado y, le pareció en ese instante, cargado de la belleza ajena a este mundo que tienen algunas estatuas. Se preguntó exactamente qué había estado pensando para darse valor.
-Creo en el testimonio de la Lucía, que atestiguó al segundo, que además se corresponde con el estado en que fueron encontrados los cuerpos, sin devorar.
-Si hubiesen sido devorados enteramente, ilustrísimo, no los hubiesen encontrado.
-Pero habríamos tenido noticia de su desaparición, ¿No es cierto Mari?
-Nos lo hubieran ocultado, para no asustarnos.
-Es una suerte que no estemos asustados.
Todos los cronistas estaban de acuerdo que el cruce decisivo de aquella batalla ocurrió en el centro. Del lado de los orientales hubo una orden que se entendió mal: “Avancen tocando los bombos” en lugar de “avancen cuando escuchen los bombos”. Se suponía que los bombos iban a sonar cuando la caballería de Liniers estuviese mal formada pero, como ocurrieron las cosas, los orientales marchaban contra un bloque perfecto, listo para cargar. Y cargaron sobre ellos, pero los seis batallones de orientales mantuvieron la disciplina y repelieron al enemigo con voleos de fuego mosquete. Se contaba que en sus ojales había rosas que habían juntado en su marcha hacia Concordia, de unos jardines que luego se habían vuelto famosos, y que, cuando conmemoraban la batalla todos los años, volvían a decorarse de la misma forma. Por cada línea de infantería que vencían, los portenios perdían tres de caballería, y la repetición de las cargas pronto se volvió insostenible. La artillería Asoiur avanzó junto a su infantería aliada y a las fuerzas de Liniers no les quedó más que romper filas y huir del campo. Guardando la retirada hacia la fortaleza quedaron solamente los hombres de LaQuema, disparando sus últimos cañonazos, de tal forma que el camino que tenía que recorrer el enemigo fuese lo más largo y hostil posible, y los granaderos de Bandadelsur, cargando sobre un terreno totalmente expuesto, y que en ese bombardeo final encontraron la muerte.
Los cuerpos del marqués y de su prima estaban más acostumbrados a esfuerzos cortos e intensos, a breves carreras, que a fatigas prolongadas, así que ya sentían el sueño y el dolor en los pies cuando alcanzaron el ruinoso pórtico del cementerio. Una fuerte peste los sacó de sus dolores y los hizo ver el pórtico, con su doble hilera de columnas estriadas, entre los árboles y las hiedras, su friso con figuras de ángeles, y sin inscripciones de ningún tipo, iluminada desde abajo por un fulgor titubeante. Su origen, al pie de la columna, era un cazador joven, con una franja marrón en la camisa blanca que eran los colores de los Masfiel, una familia norteña. En una mano callosa sostenía la empuñadura de su espada, y el otro brazo le faltaba. Estaba a un metro de él, en un charco de sangre, cerca de la antorcha que aún ardía sobre el cemento, y junto a una pistola todavía caliente al tacto. El olor era tan fuerte que les hacía llorar los ojos.
-Está recién muerto -dijo el marqués-. No puede ser que huela así.
-Es la peste que sigue al Mano de Mosca -dijo Mari-. Está cerca.
Detrás de ellos escucharon un rugido y volteandose vieron la silueta, demasiado alta. La bestia no era un león ni era el Mano de Mosca. Era ambos, la criatura humanoide y cubierta de denso pelo negro cabalgando una fiera con cabeza enorme y felina. En la mano del jinete había una larga lanza con una reluciente punta dentada, diseñada para desgarrar la carne más que para perforarla, y producir una muerte dolorosa. Los niños se refugiaron detrás de las columnas, y corrieron sabiendo que de ninguna forma podrían superar la velocidad del monstruo, aún si no hubiesen estado tan cansados. Salieron a una breve explanada y al final el terreno descendía suavemente, hacia un hundimiento circular. En su base el Marqués tropezó, y desde el suelo vio la lanza del Mano de Mosca pasar en arco frente a sus ojos, como un péndulo, mientras el león saltaba sobre él. Lo vio luego aterrizar a una distancia imposible de varios metros, y desacelerar para dar la vuelta y volver rugiendo hacia donde estaba. Mari se colocó de pie frente a él, empuñando el mosquete descargado, con la bayoneta en la punta. Bandadelsur trató de levantarse y se dio cuenta que aquello con lo que había tropezado era el cuerpo de otro hombre, con el cuello desgarrado y la mirada vacía. No vio que colores usaba, solo que tenía una bandolera alrededor del cuerpo, que quizás podría llegar a contener lo necesario para preparar un tiro crucial. El monstruo se les vino encima rugiendo y Mari clavó sus tobillos en la tierra y gritó mientras levantaba la bayoneta. Ésta se clavó en el costado del león negro, que se hizo a un lado y se sacudió tratando de librarse. A Mari le quedaba el estoque que había sacado del cuarto de utilería para intentar repeler una nueva carga, y luego no habría nada.
-¡Huya ilustrísimo! -dijo Mari. El león rugía al correr y otra vez al recibir una estocada y Bandelsur se concentró. No tenía que oír sus rugidos, porque en definitiva no tenían importancia. La bestia quería parecer grande y mala. ¿Y qué? Era él quien tenía un mosquete. Cuando consiguiera dispararlo no iba a rugir más. Le pareció que el tiempo se hacía lento, más cuando se dio cuenta conscientemente que el tiempo no corría a su velocidad habitual. No recordaba si tenía que limpiar el cañón por dentro con el cepillo antes de disparar, ¿Pero de que le servía un mosquete perfectamente cepillado si no llegaba a vivir para dispararlo? Aunque quizás si estaba sucio no dispararía, o la bala no saldría con la fuerza suficiente. Hizo todos los pasos con tranquilidad. Abrir el martillo a la mitad, buscar un cartucho de papel en la bandolera del muerto, abrir el papel con la boca, vaciarlo parcialmente en la cazoleta, vaciar el resto en el cañón, incluída la bala, acomodarla en el fondo con el bastón de hierro, amartillar completamente, y no creía estar olvidando nada. Levantó el arma. Si moría, sumaría su nombre a la larga lista de marqueses de Bandadelsur que habían muerto en batalla, tantos que era un proverbio de la provincia. Lo enterrarían envuelto en sus colores. Mientras apuntaba al monstruo que venía directo hacia ellos, sintiendo más el peso del mosquete que debía mantener recto que el miedo, se imaginó a su madre, Julia, volviendo al sur para llorar sobre su tumba. Y, cuando el enemigo estuvo tan cerca que pudo ver sus ojos rojos como carbones encendidos, apretó el gatillo.