Advertencia del autor: Éste es el segundo capítulo de la novela. Si todavía no leiste el primero, lo podés encontrar Acá. Si buscabas figuritas del mundial, no tengo. Si buscabas a Dios, tengo, pero cada vez que trato de poner el link la pantalla se me llena de caracteres en adámico. No sé que onda con eso.
EL MARQUÉS DE BANDADELSUR
CAPÍTULO II
2766 - 2770
Todo el mundo en un radio de varios estadios estaba ahí, campesinos y damas, señores y doctos. Los criados habían despejado las mesas y las armaduras para dejar entrar a tanta gente, y a ambos lados del salón estaban de pie, dejando un corredor en medio, y por igual cantaban y tocaban los bombos y las trompetas, cercados por los murales con los héroes y las banderas colgadas. Los invitados de honor eran los Masfiel, señor y señora, con su guardia personal y sus hijos, y sus tentáculos de calamares bordados en camisas y vestidos. Habían cruzado Portenia de punta a punta para estar ahí, en el Lencho, a presenciar la condecoración y a recuperar los cuerpos de dos de los suyos, hermanos miembros del trío de Gaona, que habían caído en la cacería de la Bestia de Lomas, ya haciéndose casi legendaria, para enterrarlos con honores en el norte.Tanto se habían entrelazado los grandes clubes entre sí, a lo largo de los siglos, que los hijos de los Masfiel eran primos lejanos del marqués de Bandadelsur, del lado de los Rivera, y uno de ellos comentaría después en los salones norteños, más como una advertencia que como un cumplido, que el marqués niño estaba singularmente bien informado para su edad, que era destacable por la claridad de su pensamiento, por su sabiduría, su discreción y el poder de su juicio. Eso cuando su orgullo y su ambición no se metían en el medio, y lo hacían arriesgarlo todo.
Y cada vez que una baqueta hacía contacto con un bombo, el Marqués de Bandadelsur, elevado en el escenario de madera, junto a su señora abuela y sus señoras tías, todos en sus mejores galas, recordaba el disparo del mosquete en el cementerio de Lomas, y la nube de humo que le siguió, y la oscuridad aumentando un poco a su alrededor con los ojos rojos que se cerraban frente a él. No era aún el momento de su victoria, ya que aunque el tiro había conseguido derribar a jinete y bestia, lo había derribado también a él del retroceso, y ahora tosía en el suelo, y su prima la Mari se había arrojado sobre él, no sabía si para ayudarlo a levantarse o para escudarlo con su cuerpo. Y es que ahora los enemigos se habían escindido, y eran dos: por un lado el negro león herido y por el otro su jinete, que, a la luz de la linterna caída al suelo, cada segundo que pasaba parecía más calculador o, quizás, menos bestial, menos cubierto por un pelaje natural y más por un pesado abrigo oscuro o armadura de piel. Así lo confirmaría luego Aimar de Gaona, que venía por entre los vítores de la gente, recibiendo su papel picado sin alegría ni mirar a nadie, en dirección al dueño de casa que en su mano tenía las cintas verdes y blancas de la medalla de la Orden del César del Taladro, la condecoración más alta que entregaba su club, y la Honra del Sínople, destinada a los otros Gaona, en memoria de su valor y su sacrificio.
Los tres habían seguido a la Bestia por varios días, Aimar junto a sus hermanos: Hugo, el mayor, que apodaban “El Áspero”, y el Gringo Pardal, el del medio, que no se parecía a ninguno de los otros, por un terreno que para ellos era completamente desconocido. La bestia atacaba solo de noche, de manera súbita para luego desaparecer, y parecía no dormir nunca, y alternativamente ocupar o abandonar espacios estratégicamente, con un comportamiento que de ninguna forma podía ser instintivo. Tampoco lo había sido la emboscada que les tendió en el cementerio de Lomas, donde tenía todas las ventajas, y todas sus trampas y engaños diseñados para separar a los Gaona y liquidarlos uno por uno.
Así lo hizo con Hugo, cuando cortó su brazo en el pórtico con su doble hilera de columnas estriadas y su friso con figuras de ángeles. Y luego con Pardal en la hondonada que había detrás, desgarrándolo del pecho al cuello. Y Aimar tenía la seguridad de que le hubiese ocurrido lo mismo entre los árboles de no haber sido por la aparición inesperada del marqués de Bandadelsur, que en su cacería ilícita había llegado a dispararle un tiro, con las municiones y la pólvora de Pardal, como si también fuese uno de sus hermanos y quisiese proteger su cuerpo, y Aimar no tuvo tiempo para dudar y entre las sombras desenvainó su espada. El Marqués vio salir a esta figura, no sabía de dónde, y no sabía si de hombre o de mujer, a trabarse con la lanza del Mano de Mosca, con su punta dentada, mucho menos efectiva estando de a pie que sobre el León. Y el Mano de Mosca siseó como una serpiente al ser forzado a retroceder al borde de la hondonada, y su león pareció entender que aquello era una orden de mantenerse a distancia, con la larga cola al ras del suelo, no lanzándose sobre el enemigo si no franqueándolo, tratando de ganar su espalda, para luego atacar en unísono con su amo. Y la tarea de Aimar entonces era no perder a ninguno de los dos de vista, ni tampoco a los niños que estaban con el cuerpo de su hermano Pardal, desconociendo hasta mucho después exactamente quiénes eran, y qué hacían ahí, más allá de que evidentemente no eran amigos del monstruo, y que sus manos temblaban demasiado para volver a recargar el mosquete humeante, aunque lo intentaban entre los dos.
Y si bien parecía haber una comunicación casi sobrenatural entre el león y el Mano de Mosca, y quizás porque el primero se sabía herido, y el segundo demasiado en espera del momento ideal para romper la tensión, o quizás porque aquel había sido siempre su plan de contingencia, el animal se impacientó y atacó antes, saltando una gran distancia directamente contra la hoja alzada de Aimar de Gaona, que le atravesó limpiamente el cuello, manchándose de sangre, mientras el Mano de Mosca aprovechaba para huir a toda carrera. Y en ese momento el Marqués de Bandadelsur recordó que entre sus ropas llevaba una pistola sacada del cuarto de utilería, y su memoria le fallaba en si se le había caído de la mano o si apretó el gatillo y la pistola no estaba cargada o si el tiro salió pero no pegó a nadie, y se perdió en la espesura, que ahora era el reino del enemigo y su pestilencia.
Aimar de Gaona, sacando su espada del cuerpo tembloroso del león, que cayó pesadamente al suelo, se debatió entre la persecución final del enemigo, que ya tanto había perseguido, y quedarse ahí, con quienes recién al momento en que se ayudaban mutuamente a levantarse se daba cuenta del todo eran dos niños, y su responsabilidad. Y se decidió por volver al Lencho con ellos, y con los cuerpos de sus hermanos para darles entierro en un lugar que no estuviese quizás embrujado, y con la cabeza cortada del león negro como prueba de su hazaña. Los Gaona habían dejado los tres caballos atados a un caldén solitario que se alzaba unos cien o doscientos metros del cementerio, pastando con tranquilidad, y allí los fue a buscar Aimar llevando a los niños. Subió a los dos al mismo caballo, aunque dejando a su propio cargo a la rienda, a sus hermanos al lomo tordo plateado que había sido de Pardal y no supo qué hacer con el brazo de Hugo. No se atrevía a tocarlo. Nunca había tenido miedo a la muerte, conocía bien sus particularidades, se había hecho cirugías de emergencia y había carneado animales. Pero había algo intraducible a palabras en ese brazo. Una parte de Aimar lo atribuyó a la oscuridad de la criatura y el arma que habían causado la herida, y lo dejó donde estaba, aferrando la espada en sus dedos callosos, y ese brazo estuvo en sus pesadillas durante mucho tiempo, más de lo que hubo jamás de admitir cada vez que se despertaba con un velo frío de transpiración.
Pero los niños no lloraban ni gritaban. Estuvieron como de piedra todo el camino de vuelta, dejándose llevar, sin contestar nada de lo que se les preguntaba, y de ese viaje el Marqués de Bandadelsur solo recordaba un instante en que sintió el impulso de patear a Gaona, que había salvado su vida pero le había robado la gloria, y salir cabalgando en busca del Mano de Mosca prófugo, jurando no volver al Lencho hasta capturarlo. Y tuvo el impulso otra vez durante la ceremonia de condecoración, de estrangular a Aimar de Gaona con la cinta de su medalla, cuando al momento de estar frente a su rostro le había dedicado una sonrisa triste, y le elogió su coraje, y le agradeció el haber defendido el cuerpo de su hermano, como si a él le importaran esas cosas. El colmo de su frustración ocurrió pocos días después, una mañana mientras leía el periódico, el Cronista Portenio, donde se contaba que él mismo, Eliseo de Arenales y Rivera, Marqués de Bandadelsur, había sido encontrado llorando de terror abrazado a su prima, junto a una olla gigantesca hirviendo al fuego donde el Mano de Mosca iba a cocinarlos para comérselos. Pidió a gritos papel y pluma y escribió una furiosa carta al periodista reprimiéndolo por su imaginación fantasiosa y exigiendo una corrección. El abate Sanchez interceptó al muchacho que lleva el correo, leyó la carta y tomó la decisión que no seguiría a destino. Y cuando en los próximos días el marqués no vio ni su carta publicada ni un reconocimiento de error en el Cronista Portenio, decidió no solo cancelar la suscripción a ese diario, si no prohibir su circulación en todos sus dominios.
Mientras tanto y durante varias semanas, todo el mundo en el sur estuvo en alerta, atentos a cualquier nueva aparición del Mano de Mosca. No se permitía más que menores cuidaran el ganado solos y se organizaron partidas de caza, que en el cementerio no encontraron evidencia de nada, ni sangre ni lucha ni huellas. Todo parecía haber sido bebido por la tierra. Cuando los Masfiel volvieron al norte, a su asiento en Platense, Aimar de Gaona se quedó en el sur, negándose a ser huésped del Lencho porque insistía en participar en todas las expediciones y todas las cacerías infructuosas. Su nueva hipótesis era que el Mano de Mosca no era una criatura solitaria y sobrenatural. Era parte de una tribu, quizás la vanguardia de una invasión, y un peligro latente. Y finalmente ocurrió que sus compañeros volvieron sin Gaona, solo con un anuncio de su parte que no volvería a la civilización hasta tener su justa venganza. Cuando las noticias dejaron de venir, en el Sur, con el paso del tiempo, el peligro fue gradualmente asimilado u olvidado, y todo volvió a la normalidad.
Pero quien no olvidó nada y, hasta dónde Bandadelsur sabía, jamás había olvidado ninguna cosa en su vida, fue su abuela, Madame de Arenales. Su primer acto, al día siguiente del hecho, fue reemplazar en utilería al Castor por un muchacho de Monte Chingolo. Castor había vuelto a vivir con sus padres, ya ancianos, y a dedicarse a fabricar pequeñas artesanías en madera, que muchas veces ni siquiera se molestaba en tratar de vender. El marqués trató de hablar con él para disculparse por su precipitación, por su egoísmo, para tratar de compensar enviándole regalos y dinero, pero el Castor siempre se negó. Se inclinaba ante él, se sacaba el sombrero diciendo “ilustrísimo”, y no decía nada más.
En cuanto a Estela, la criada encargada esa noche de ocupar la cama de la Mari, Madame de Arenales no la despidió pero la mandó a azotar, y doblemente al asignarle los azotes que le hubiesen correspondido a la Mari, y ella, cuando se enteró, corrió a interponerse entre el látigo y su víctima. Estela siempre les había parecido infinitamente mayor, pero encorvada en el cepo, con el rostro sumido en la pena, daba la impresión de ser mucho más niña que los dieciocho años que tenía. Mari no se movió de su lado, aferrándose a ella, hasta que su abuela consintió a ser piadosa a cambio de que su nieta aceptara recluirse dentro del estadio hasta que fuera hora de casarla con alguien que ella eligiera, y Estela sería encargada de vigilarla con celosía, bajo amenaza de que se reanudaría su tiempo en el cepo si a la Mari volvía a ocurrirle cualquier otra cosa.
Y el marqués sería lo más pronto posible enviado a la capital, escoltado por el abate Sanchez, para vivir con su madre, Julia, y su abuelo el coronel Rivera, y a estudiar en el Colegio Nacional. El diagnóstico de Madame era que el Lencho era un espacio demasiado aislado para su ilustrísimo nieto, apenas un caserío rural, y que aquello había producido que la arrogancia se subiera a la cabeza. Portenia, en cambio, era una de las ciudades más grandes del mundo recordado, con más de medio millón de personas, al filo del arte, la ciencia, la arquitectura y la filosofía. Los aristócratas más ricos y más importantes del reino tramaban en sus calles, y eso significaba que Eliseo de Arenales y Rivera no sería nadie especial, tan solo un chico más, muy por debajo de las consideraciones de los adultos. Era en parte un castigo y en parte una preparación para su futuro. Su madre le ayudaría a adaptarse, y en la capital podría avanzar con sus estudios. La decisión fue tomada en secreto, y el marqués apenas tuvo oportunidad de despedirse de la Mari, y se juraron que se escribirían y que, apenas tuviesen la libertad de hacerlo, volverían a encontrarse.
La distancia entre el Lencho y la capital no era grande, pero el viaje en carro se sintió eterno, por un camino de tierra desigual y lleno de baches. El abate Sánchez se negó a dejarlo mirar tranquilo el paisaje, que en definitiva era alternativamente campo y ruina, y no dejó de recordarle sus lecciones y las dificultades que le esperaban. Sus compañeros no serían los hijos de la más alta nobleza, que estudiaban más bien en el Palacio Monumental, serían nobles de faca que se preparaban para una carrera militar, o recientemente elevados nobles de la empresa que serían abogados, empleados públicos o miembros del clero. Luego habría también chicos particularmente brillantes pertenecientes al pueblo llano, becados pero exigidos hasta el límite de sus capacidades. Debía estar atento a ellos, pero nunca dejarse intimidar por nadie ni dejar que se burlaran de su acento provinciano o sus modales torpes. Esos eran factores en los que el Marqués jamás había pensado: siempre había considerado que su habla era correcta y sus modales impecables, y nada de lo que había vivido le indicaba lo contrario. Súbitamente se sintió mal vestido. Que sus botas estaban mal atadas, que su saco era demasiado grande. Y nunca había visto edificios tan altos. En Portenia había ruinas del cataclismo que eran más altas que el Lencho, además de las casas de distintos tamaños, de madera u ornamentadas con estuco, y en sus techos les habían seguido construyendo pisos y pisos de ladrillo, que parecían a punto de derrumbarse, y en los que la gente vivía como hormigas. Y más y más gente llenaba las calles de adoquines, y no se veían vacas ni cerdos por ninguna parte, tan solo perros sin raza, ratas y gatos que las perseguían. Cuando hicieron una parada para almorzar, en la Estación de Diligencias, y Bandadelsur bajó del carro, una mujer le saltó inmediatamente encima para venderle un abrigo nuevo. El suyo está todo viejo y raído, excelencia, dijo, pero él notó que el que ella tenía en sus manos estaba más viejo y más raído aún. El título correcto es ilustrísimo, le contestó, ya que soy marqués, heredero de los Bandadelsur. ¡Ahi que lindo que es!, gritó ella, ¡Me lo como! ¿Cómo dice? No le haga caso, ilustrísimo, dijo el abate. El orden de la ciudad es más abierto que el de los pueblos, la gente habla, pero lo que dice no significa nada porque no esperan volver a encontrarse. Aquí, mientras almorzamos esperaremos a su madre. ¡En la Rosa Perlada, ah la pelota!, exclamó la mujer, ¡Entonces les alcanza para comprarme un abrigo! O una camisa de algodón. ¡Con el frío que hace nunca se pueden tener suficientes abrigos o camisas! Basta, negra, dijo un hombre más joven que estaba sentado frente a una manta cubierta de inextrincables artefactos de lata, entre muchas otras mantas. El pibe no necesita tus abrigos horribles. ¿Vas a decir que necesita tus chirimbolos, no? No le hagas caso nene, este es un ladrón. ¡Que me decis ladrón, vieja podrida! Y mientras se gritaban, el marqués se preguntó si realmente su madre los encontraría en un lugar como aquel, con tanto ruido y tanto humo y movimiento o si simplemente se habían detenido porque la calle era impasable. En un solo vistazo vio panaderías, carnicerías, zapateros que trabajaban sobre mantas, fabricantes de pelucas, sombrereros, sastres, joyeros, tejedores y carpinteros callejeros que arreglaban sillas y aparadores baratos. El abate Sánchez le puso su brazo alrededor de los hombros y lo guió al interior de la Rosa Perlada, que era como un portal a otro mundo, uno hecho de cortinas de seda y muebles de roble lustrado. Damas comiendo tortas y tomando café y mozos de librea a la espera de sus órdenes. Y el ruido de la calle era ahogado por gruesos cristales, y reemplazado por un cuarteto de cuerdas que tocaba “Dale Boca” en lo que daba la impresión de ser una repetición infinita. Y mientras comían sándwiches de pepino y pan con manteca, el marqués preguntó por primera vez al abate como era su madre.
-Puedo decirle como era cuando vivía en el Lencho, cuando su ilustrísimo era apenas un bebé -le contestó-. Se crió en esta ciudad, pero se adaptó bien al campo. Gustaba de pasear a caballo con su padre, leer en la biblioteca y organizaba los asados de sociedad más concurridos en el sur. Años después aún se los recuerda con nostalgia.
-¿Y Madame mi abuela consentía a esos bailes?
-Su madre siempre tuvo una importante y rara virtud organizativa, que es la de conseguir que sus reuniones sean económicas sin sacrificar calidad y buen gusto. No ahorraba una copa en lo que había que gastar y no derrochaba una copa en lo que fuese innecesario.
-¿Y ella me quería?
-Ilustrísimo, es su madre. No había a nadie que quisiera más, y eso aún es cierto. Le aseguro que no hizo más que extrañar a vuestra merced en estos años que estuvieron separados.
-Yo no estoy seguro de extrañarla. Trato de recordarla, de ver surgir su carácter a partir de sus cartas, pero me es imposible.
-Estoy seguro que cuando la vea cruzar esa puerta el afecto será tan fuerte como si nunca se hubiesen separado. Quizás incluso más, como la comida sabe mejor cuando se tiene hambre verdadera.
Sin embargo, la hora pactada del encuentro pasó, y su madre no aparecía. Se preocuparon de que hubiera sufrido algún percance y finalmente el abate resolvió llevar al niño directamente a Casa Amarilla, donde su abuelo alquilaba ciertos departamentos al compañero de La Boca, y allí descubrirían que era lo que había pasado. Pero al salir al ruido de la calle, rebotando por los adoquines, dando apenas instantes a los vendedores con sus mantas a moverse de en medio, vieron venir a toda velocidad un landó cerrado tirado por dos alazanes rojos como tomates. La gente le gritaba y le arrojaba frutas podridas, hasta que el conductor se cansó de ellos y sacó una pistola de entre sus ropas y disparó al aire, y la multitud retrocedió contra las tiendas, dejándoles el paso. Y cuando el landó se detuvo frente al abate y el marqués, de su interior salió en un vestido azul lleno de cintas y encajes, con un manto cibelino en los hombros y un sombrero de once plumas, Julia Rivera de Bandadelsur, que no había visto a su hijo en siete años y de todas formas lo reconoció al instante, y lo abrazó con fuerza, ignorando a la mujer que se había amigado entre risas con el vendedor de artefactos de lata y se habían reagrupado luego del disparo del cochero para que el marqués niño comprara un conjunto nuevo. Julia era rubia, con el pelo muy largo. Ojos grandes y marrones. Cejas negras muy delgadas y labios amplios, rosados y sonrientes, que se destacaban sobre la base blanca de su maquillaje.
-Lo primero es hacerte probar el helado -dijo, cuando, ignorando a los vendedores, lo tuvo sentado a su lado en el interior del landó, con el abate sentado enfrente-. Después te quiero llevar al lago y a los jardines municipales. Tienen animales que en el sur no tienen ni en dibujos. ¡Ah, y la Sociedad de Historia Natural! Es muy vieja, anterior al cataclismo. Y su restaurante tiene un café con tortas que hacen que las de la Rosa Perlada parezcan montones de estiércol. No llegué tarde por eso, nos atrasamos en el tráfico. ¡Fue terrible! ¿No es cierto, Nicanor?
-Sí, señora -dijo el cochero, que sentado afuera en el pescante, no tenía forma de escuchar nada de lo que se dijese dentro que no fuesen gritos.
-¿Probaste café alguna vez, mi Eliseo? Abate, ¿Probó café alguna vez?
-Es muy joven…
-Es verdad, sos muy chico para el café. Yo tomo un montón de café, me encanta. Claro que no crece en la ciudad, lo traen de las colonias asoiures, del otro lado del mar. O lo traían. Le pusieron un impuesto después de la guerra. Ahora no sé muy bien donde lo traen, pero podemos averiguarlo juntos, ¿No? ¡Decime algo! ¿Me extrañaste? Yo te extrañé un montón.
-Señora, el marqués debe estar cansado por el viaje.
-Ay, ¿Querés dormir la siesta, amor? Acostate contra mí, vení. ¡Nicanor! ¡Vamos a Casa Amarilla! Ahí vas a conocer al abuelo. Lo vas a amar tanto como él te ama.
Su abuelo resultó ser mucho más parco que su madre. Vestía con sencillez y comía poco que no fuese pan y sopa. Exigía tranquilidad absoluta en todas las habitaciones de su casa, y los vecinos le tenían tal respeto o temor que ellos también obedecían la prohibición. Y cuando había voces y carros en la calle, se asomaba por la ventana y su sola figura bastaba para que volviera el silencio. Incluso el sonido metálico de las herraduras de los caballos contra los adoquines se amortiguaba frente a él. Durante el primer año que el marqués pasó viviendo con los Rivera, le dirigió la palabra apenas cinco veces. Le preguntó al conocerlo cómo había estado su viaje y que impresión le había merecido la ciudad. Luego, durante una comida le preguntó hasta dónde conocía los nombres de sus ancestros, y cuando Bandadelsur iba por ocho generaciones de cada lado de su familia lo detuvo con un movimiento de la cabeza que hizo sonreír a Julia. Otro día le pidió que le leyera un artículo en el periódico que tenía una letra tan pequeña que no le daban los ojos para leer y era sobre los vaivenes de la bolsa de Portenia. Una tarde, mientras jugaba al ajedrez con el abate Sánchez, lo llamó con su voz de mando y le preguntó como evaluaba él esa posición, y otra vez aprobó la jugada con un movimiento de la cabeza. Y, finalmente, pasado el año, quiso saber cómo le estaba yendo en el Colegio Nacional.
En el colegio no había hecho grandes amistades, pero tampoco enemigos. Se llevaba mejor con los chicos que querían ser mosqueteros que con los que buscaban hacer fortuna, y le gustaba más leer que participar en los juegos, para los que se sentía torpe. Para darle confianza antes de empezar, Julia lo llevó a comprar ropa nueva. Le eligió un chaleco blanco con pantalones haciendo juego, frac verde con botones de latón, botas de un marrón anaranjado y un sombrero redondo de fieltro gris. Luego hubo variantes y complementos, pero siempre manteniendo los colores de su casa. En clase se trabajaban autores que el abate Sanchez había mencionado, pero que no habían tenido tiempo de estudiar en profundidad. Leían poesía y física, leyes e historia antigua. Afortunadamente, Julia había tenido mucho tiempo para leer luego de su convalecencia y conocía bien a esos autores, de Borges y Newton a Plutarco y Montesquieu. Por las tardes iban a la biblioteca a leer juntos o a pasear. Lo llevaba al hipódromo y lo presentaba con orgullo en los salones de sus amistades. Pronto fue como si no se hubiesen separado, y se sintió con la suficiente confianza para preguntar si la Mari podía venir a vivir con ellos. Se habían enviado cartas, como se habían prometido, pero estaba seguro que lo que decían no era lo que ninguno de los dos había escrito. Que su abuela y el abate interceptaban la comunicación y la reemplazaban por frases prosaicas, que no decían nada y apenas si aludían a nada concreto. Julia le prometió que intentaría convencer a su suegra, pero nada ocurrió. En una clase de dibujo, les habían dado la tarea de dibujar cómo sería el caballo perfecto, tal como se lo imaginaran. Sus compañeros hicieron animales dóciles y serviciales, mansos con las cabezas bajas. Pero el marqués, imaginando a la Mari encerrada en una de las torres del Lencho, dibujó a uno de los alazanes que tiraban el landó de su madre, solo que alzándose en dos patas, viviendo libre de los látigos y los caprichos de la humanidad. Bandadelsur también prefería a su ancestro Don Vicente, el rebelde, por sobre cualquier figura que describiera Plutarco. Con frecuencia discutía con sus compañeros al respecto, y no era raro que las discusiones escalaran a verdaderos simulacros de duelos. Una tarde, mientras volvía a Casa Amarilla luego de una de esas peleas, se preguntó que habría hecho Don Vicente si su prima hubiese sido presa en una torre por Tata Augusto I de la Boca. No hubiese perdido el tiempo y hubiese trepado hasta ahí con el cuchillo entre los dientes, sin dejar que nada se interpusiera en su camino. Su plan era aguardar a que el abate Sanchez tuviera que volver al Sur para resolver algún asunto y entonces se escondería en alguna parte del carro que usara, colgado de su base de ser necesario, y una vez en el Lencho ya decidiría la mejor manera de proceder. Sin embargo, antes de que aquello sucediera, su madre cayó enferma con el inicio de la primavera. Los médicos daban diagnósticos favorables dado que ella era todavía joven. Pero tras una semana de mejoras paulatinas tuvo una recaída, y Julia Rivera de Bandadelsur murió a los treinta y dos años de edad. Su hijo apenas había cumplido once. Y no pasaron dos semanas que su padre, el estoico coronel Rivera, falleció también, y antes que el médico dijera una palabra en público todos en Portenia estuvieron seguros que había sido del corazón.