EL MARQUÉS DE BANDADELSUR
CAPÍTULO III
2770 - 2774
Bruno de Ortigoza, Quinto Diez de la Butteler, se había retirado muy joven de cualquier concurso con las fuerzas armadas, y se había dedicado a transformar la plaza que había heredado de su padre, el Cuarto Diez de la Butteler, en un jardín botánico, derribando manzanas enteras a su alrededor. Él mismo había supervisado la instalación de los invernaderos y los sistemas de irrigación, modelados a como eran los jardines de la ciudad antes del cataclismo, según un plano muy antiguo que se conservaba en su biblioteca familiar. Con el jardinero se trataban por los nombres de pila (cómo estás Bruno, buen día Manuel) y juntos se encargaban de la fertilización y el cuidado de las flores y las plantas exóticas. Los jardines terminaban en una escalera en semicírculo que daba a la pesada puerta de su casa, y sobre esa puerta siempre tenía dispuestas frases en latín en grandes letras negras, que mandaba a cambiar según el humor que tenía o los visitantes que esperara. En el plazo del último año había puesto SAPERE AUDE, ALEA JACTA EST, SIC ITUR AD ASTRA, HOMO SUM, HUMANI NIHIL A ME ALIEHUM PUTO y, como rara excepción al latín, mandó a poner en español NO ENTRE NADIE IGNORANTE DE LA GEOMETRÍA. Dentro de la casa había por todas partes esculturas en pedestales, y en las paredes habían pintado los mejores muralistas las glorias de su club, y colgado caricaturas firmadas de ancestros en estilo clásico, banderines y cuadros con paisajes mitológicos. Había también espejos de variadas formas y en cada superficie del suelo y en cada escalón había valiosas alfombras para que ningún taco o talón demasiado efusivo dañase la madera. Las ventanas eran muy altas y los sillones estaban tapizados en sedas azules y rojas, frente a mesas redondas o ratonas para tomar el té.
El estudio del Diez estaba en el fondo del edificio, dando a otro jardín con los especímenes más raros. A diferencia del resto de la casa, la decoración allí era sencilla pero funcional. Bibliotecas y gabinetes con curiosidades y objetos de historia natural. Una colección de rocas y armas anteriores al cataclismo, cuyos intrincados mecanismos estudiaba en sus tardes libres, triste de que semejantes artes se hubiesen perdido y que no tuviese tantas tardes libres para estudiarlas como le gustaría. En esa parte de la casa no había sillones para sentarse, solo sillas de pino. El Diez decía que si los muebles eran demasiado cómodos se volvía imposible pensar, y el estado mental se volvía plácido y pasivo, pero nunca decía esto enfrente de su esposa, La Diez, Enriqueta Martínez del Rojo, que era la que había decorado el interior de la casa, y decidido la distribución de sus muebles. Y junto al estudio había un laboratorio con los mejores implementos químicos que las rentas millonarias de la familia podían comprar, dieciocho millones de copas anuales según algunos cálculos conservadores, y en la mañana en la que le llegó la contestación de Madame de Arenales, traída no en el correo normal si no por un mensajero privado, a entregar solamente en su mano, se encontraba allí, trabajando en un repelente químico para las babosas que invadían su jardín. El mensajero, que usaba el verde y blanco de los Bandadelsur, aguardó en silencio en la puerta del laboratorio hasta que el Diez notó su presencia, levantando la vista de sus tubos de ensayo, y siguió aguardando a que, sin ninguna prisa, dejara los tubos en sus gradillas, apagara los mecheros, se quitara los guantes, las gafas protectoras y finalmente recibiera la carta sin una palabra y se dirigiera a su estudio a leerla. El mensajero se quedó de pie en el pasillo y cuando se dio cuenta que no se iba a ir a ninguna parte, el Diez lo encaró.
-¿Qué estás esperando? -le dijo.
-La contestación, excelencia.
-Va a tardar. ¿Por qué no vas a la cocina y pedís que te den algo hasta que esté lista?
-Disculpe, no se me permite comer nada.
-¿Quién no te permite? ¿Madame? ¿Cómo lo sabría?
-Por mi honor, no puedo desobedecerla.
-¿Temerá que te envenenemos? Nunca entendí ese método de folletín. Y te lo digo como alguien que en este momento está desarrollando un método químico para lidiar con pestes. Si te quisiera muerto, habría cuatro hombres de mi casa agarrándote de los hombros y llevándote a rastras a las catacumbas de mi casa, de donde no volverían a salir ni siquiera tus gritos de horror. ¿Por qué me molestaría en envenenarte?
-Es tan solo el protocolo, excelencia.
-¡Protocolo! En tiempos antiguos no había protocolo. La gente era libre, y no había excelencias ni ilustrísimos y todos se trataban como iguales. Decime, ¿No te gustaría vivir en un mundo donde no tuvieras que estar parado como un autómata a la espera que yo me digne a prestarte atención, ya sea para tomarte el mensaje o amenazarte impunemente con horribles e inusitados tormentos?
-Yo no--
-¿No te gustaría? Quedate donde estás entonces, y morite inútilmente de hambre.
-Sí, excelencia.
-¿De dónde sacan tipos como vos? En serio te pregunto. Me gustaría que la gente que trabaja para mí tuviera la mitad de la lealtad que hay en tus pies clavados al suelo.
Atraída por el escándalo llegó la Diez, que rara vez se aventuraba en aquellos rincones de la Butteler, y más bien prefería reacomodar los muebles y actualizar los guardarropas de sus tres hijas de acuerdo con la moda imperante en Casa Amarilla y sus dependencias, donde si bien tenía agentes, nunca le perdonaría a su marido el haber rechazado un ofrecimiento formal para ocupar un departamento tan cercano a las habitaciones del rey Hugo IV que se podía escuchar a sus amantes subiendo o bajando por las escaleras. El Diez se había negado, adjudicando que era una locura dejar una casa gigantesca con jardines hermosos por lo que era básicamente un monoambiente en un estadio donde vivían cuatro mil personas hacinadas como gallinas picoteando migajas de favor real. Su esposa le contestó que ya le haría falta ese favor real, y el Diez aseguró que llegado el caso habría mejores maneras de conseguirlo y la discusión siguió hasta que empezaron a nacer sus hijas.
-¿Qué decís? -preguntó la dama.
-Nada, el señor es un mensajero al intenso servicio de Madame de Arenales.
-Sí, ya sé. ¿Qué le vamos a contestar? Lo que pide esa vieja es imposible.
-¿Cómo sabes lo que pide? Yo no sé lo que pide y la carta está sellada.
-Ay Bruno, sos tan lento para algunas cosas.
-No, en serio. Decime como--
-Estás haciendo un escándalo enfrente de la servidumbre, y por nada. Vení. -La Diez guió a su marido al interior de su estudio y le sonrió al mensajero mientras le cerraba la puerta en la cara-. A ver querido, el único motivo por el que conozco el contenido de esa carta es porque concierne al destino de nuestra hija, y por lo tanto a mí. Si no me concerniera, lo ignoraría. No se, por ejemplo, lo que te dicen todos esos mensajes de la Sociedad de Historia Natural o de los regimientos que llevan nuestro nombre porque francamente no tienen nada que ver conmigo.
-Pero no podrías saber a quien concierne el contenido de una carta cualquiera hasta después de haber leído la carta. ¿Qué haces? ¿Lees todo, lo volvés a sellar y olvidás todo lo que no consideras que te concierne personalmente?
-Más bajo Bruno, que te escucha el muchacho.
-¡No voy a susurrar como un ladrón en mi propia casa!
-Vas a susurrar si nos conviene, ¿O no? Bah, hacé lo que quieras, ¿Pero por qué no lees la carta primero antes de discutirme?
El Diez de la Butteler rompió el sello con enfado, se sentó y leyó. Y cuando terminó dijo:
-Bueno, dado que la dote es esencialmente la inclusión a nuestra familia, y no hace comentarios al respecto, la condición que propone es que además arreglemos el matrimonio de esta otra nieta suya.
-¿Con quien?
-¿No era que habías leído la carta?
-Yo no dije que leí la carta. Dije que conozco las generalidades de su contenido.
-Bueno, lo quiere casar con nuestro querido sobrino el Lucho de la Butteler.
-Imposible.
-Ya sé que es imposible.
-Es el único matrimonio razonable que armaste para nuestras hijas. Buena combinación de apellido con sangre.
-¿Y el matrimonio de Adriana con Bandadelsur no te parece razonable también, querida?
-El marqués tiene doce años.
-Y Adriana casi que también. Es perfecto.
-Es demasiado chica para casarse.
-No se va a casar mañana. Hay que planear estas cosas con tiempo. Podríamos empezar arreglando un matrimonio para la nieta de Madame, y eso la va predisponer mejor a aceptar el otro, que es más importante.
-¿A quién podemos ofrecer además del Lucho?
-En un principio, a nadie. Todos los potenciales candidatos que se me ocurren en Portenia son demasiado grandes o demasiado chicos, fuera de cualquier rango razonable de espera. Vamos a tener que casarla con alguien debajo de su nivel.
-No podemos decirle eso a Madame. Va a ofenderse y retirar a su nieto.
-¿Quién puede negarse a entrar a la gloriosa casa de Butteler?
-Ella, es una vieja rencorosa.
-Podemos buscar un novio rosarino. En otra época hubiese sido impensable, pero ahora que el heredero va a casarse con una cometigres…
-¡No le digas así, Bruno!
-Si es una rosarina cometigres, futura reina o no. Nos hacen perder una guerra y ahora quieren mandarnos reinas. ¡Y se dicen aliados nuestros! ¡Es una cosa de locos!
-El mensajero escucha todo lo que decís.
-Estoy cansado del mensajero -dijo el Diez, y agregó en un susurro-. ¿Por qué no le mandamos una contestación cualquiera y discutimos todo esto cuando no esté ese autómata que mandaron de antes del cataclismo para volverme completamente loco?
-Porque si perdemos más tiempo nos van a ganar de mano. El marqués de Bandadelsur es además el único heredero de los Rivera. Debe haber una docena de clubes tratando de ficharlo con sus rentas.
-Podemos casar a esta tal Mari con Carolina. Es todavía más chica que Adriana, pero--
-¿Te pudrieron el cerebro tus químicos? ¿Cómo vas a casar a dos mujeres de linaje? No pueden propagar la familia.
-Es una tercera hija con una prima de, un matrimonio para consolidar otro matrimonio. Me parece funcional. Y además, antes del cataclismo que dos mujeres se casen era de lo más normal.
-Y dale con antes del cataclismo. ¿Por qué no te vas a vivir antes del cataclismo?
-Ojala. Esa gente vivía de forma mucho más avanzada que nosotros -el Diez se levantó y se dirigió a su aparador de armas antiguas. Lo abrió y sacó lo que restos amarillos de catálogos le habían permitido identificar como una Beretta 92-. Mirá lo que es esta maravilla. Ninguna forja en toda Portenia es capaz de semejante precisión de manufactura. ¿Qué son estos materiales? ¿Te imaginás qué clase de tornos tenían para trabajarlos?
-¿Y esos tornos los inventaron las mujeres que se casaban entre ellas?
-Puede ser.
-¡Mente podrida la tuya! ¡Y apuntá para otro lado!
-Solo digo que aún no hemos podido replicar sus obras más avanzadas, ni estamos cerca de hacerlo.
-¡A mi que me importan esos cachivaches!
-El mismísimo heredero del trono mostró interés en desarmar este mismo cachivache en su taller personal -dijo el Diez, devolviendo cariñosamente el arma a su lugar-. Ahí tenés tu manera de conseguir favor real.
-Del marido de la cometigres.
-Ah, ¿Ahora es la cometigres?
-Basta. Ya está. No recuerdo que los Guerrero de Rosario tengan un hijo en edad de casarse. Sí los Bielsa del Coloso, pero la vieja debe saber que eso no sería un matrimonio con buenas perspectivas. Una vez que el rey muera y Madame del Coloso pase a ser amante de nadie, y ese lugar lo ocupen sus rivales de mil años... Aún así, esta nieta no es heredera de prácticamente nada. Todo le corresponde a su primo. Madame puede ser orgullosa, pero en este caso no puede ser exigente. Es el mejor plan que tenemos.
-Un artefacto de precisión -dijo su marido-. Tal y como la Beretta.
-¡Y dale con la Beretta! ¡Te hubieras casado con la Beretta!
Cuando el marqués de Bandadelsur se mudó a la Butteler, ignoraba el verdadero propósito por el que uno de los clubes más grandes del reino quería hacerse cargo de su tutela. Lo ignoraba a propósito, activamente, negándose a pensar en nada que no fuese su tristeza y su soledad. Su abuela estaba enferma y el abate Sánchez había vuelto al sur para hacer las veces de regente hasta que él cumpliera la mayoría de edad. Bandadelsur apenas notó su ausencia. Cuando no se trataba de referencias a los clásicos, el abate no le servía para nada. Sentía sus consejos vacíos y su sabiduría estancada y muerta. Sí recordó el momento en que iba a subirse a cualquier carro que lo llevara al sur a rescatar a la Mari, y lo único que le dijo Sánchez antes de irse es que no tardaría en verla de nuevo. Y no tardaría en verla de nuevo. Y ya estaba llegando. Lo que comía en la mesa familiar de los Butteler, sentado entre La Diez que ocupaba una de las cabeceras y su hija del medio, Adriana, no hubiese saciado a un ratón, y cuando en el Colegio tenía que leer, las palabras se negaban a encontrar sentido en su cabeza. Las escuchaba leídas por la voz de su madre y se perdía en esa voz. Nada de eso preocupaba al Diez de la Butteler, sin embargo, ya que su plan siempre había sido que continuara su formación en el Palacio Monumental. No podía seguir llamando a esa formación realmente “estudios”, porque allí se acabaría la necesidad de leer libros. Habría sirvientes letrados que se dedicarían a eso, a la redacción de las cartas y a llevar los libros mayores de contaduría. Para un marqués, dijo el Diez a su nuevo pupilo, ser un buen jinete, un buen bailarín y ejercer sin esfuerzo los modales de la etiqueta son infinitamente más importantes que cualquier otra cosa. Y cuando se equivocaba en la mesa en alguno de esos modales, la niña que tenía al lado (y aunque tenían casi la misma edad le parecía muy niña, porque le sacaba dos cabezas de altura) le susurraba con una sonrisa burlona cual era el tenedor correcto o donde poner los codos. Si de algo servían las lecturas en el ambiente del Palacio, seguía el Diez, era para ostentar erudición. Pero era una erudición hueca, le advirtió, es decir sin curiosidad, y son pocos los hombres de cuna que aprovechan su suerte para recuperar un conocimiento real.
Para Bandadelsur, el Palacio Monumental fue la concreción de todos los temores sobre su ineptitud general que lo habían asaltado en el carro en el que había llegado a Portenia, y su madre no estaba ahí para corregir su ropa y guiarlo a través de normas para él inextrincables. Todo lo que en el teatro, al que los Butteler eran tan aficionados, era objeto de ironía y burla, las reverencias hasta el piso y la desesperación por robarse mutuamente la escena con despliegues verbales, se volvía allí totalmente real. Alancito, el vizcompañero de La Boca y el más joven de los príncipes reales, le pareció a Bandadelsur el epítome de todo eso. Era alto y bien proporcionado, cuando el marqués era solamente alto. En esgrima, una esgrima muy distinta, mucho más fina, a la que el marqués había practicado en sus juegos infantiles de Facundo y Martin Fierro, era invencible. En los bailes más formales, las chicas se arrancaban los pelos para ser su pareja. Y los varones formaban círculos a su alrededor para reír de sus chistes, que incluso y muy a su pesar le sacaban sonrisas al marqués de Bandadelsur, que bailaba sin arte y hablaba sin gracia. Cuando el vizcompañero se tiñó el pelo de rubio, todo el mundo se tiñó de rubio. Cuando se puso zapatos tan grandes que hacían necesario usar bastón para no caerse, al próximo día todo el palacio parecía un circo lleno de payasos. Y más payasos todavía al día siguiente, cuando el vizcompañero de la Boca apareció con botines normales y el engaño lo hizo todavía más aclamado, sobre todo cuando un profesor de una de esas materias eruditas a las que nadie hacía caso se cayó por las escaleras y solo se salvó porque los propios zapatos amortiguaron su caída. Pero no era por eso que el marqués recordaba aquel momento, si no porque esa misma noche sintió golpes en su ventana. Primero decidió ignorarlos, suponiendo que sería nada más que el viento o la rama de un árbol de los jardines de la Butteler, y además en su cama estaba muy cómodo. El momento de dormir, y de olvidarse en sueños nebulosos que no lo perturbaban ni quedaban en su memoria, era su parte favorita de aquellos días. Pero los golpes siguieron, y cuando se empezaban a transformar en las primeras pesadillas que había tenido en mucho tiempo, se levantó y bostezando fue a abrirle a la Mari, que estaba pálida bajo la luna, y parapetada en la ventana como un ave o un fantasma, vestida pobremente, como un muchacho que podría verse lustrando botas en cualquier calle adoquinada.
-¡Mari! ¿Qué hacés acá? ¿Cómo subiste?
-Por el árbol, no son nada comparados a los del sur. Me escapé del Lencho, y me enteré que estabas acá.
-¿Cómo te escapaste?
-La Estela me ayudó. ¿Podés creer lo que hizo? Lo mismo que estoy haciendo yo ahora pero sin árbol y sin nada más que una soga. Esa mujer es como una araña. Yo pensé que ella estaba durmiendo como todas las noches del otro lado de la puerta de mi habitación, cuidando que no me fuera, y de repente me golpea la ventana como yo te la estoy golpeando ahora, y me dice que no hay tiempo que perder. Que la vieja se está muriendo y cuando dejara de respirar luego de mil años de arrojar su maldad por el mundo iba a ser demasiado tarde. ¡Años encerrada estuve, me entendés Eliseo, años! ¡Cómo si hubiera matado a alguien!
-Usaste mi nombre de pila.
-¿Qué te iba a decir, ilustrísimo? Ya estamos grandes, y no se va a estilar más eso. Estuve leyendo. Estela me traía de la biblioteca todos los libros que quisiera, y no solo los que había aprobado el abate. Esto que estamos viviendo ya sucedió, ¿Sabías? Muchísimas veces. En otros lugares, con gente parecida a nosotros que tenían otros nombres y hablaban otras lenguas. No se si te puedo explicar esa teoría y sus refutaciones y las refutaciones de esas refutaciones y como todas las veces que esa discusión ocurrió una y otra vez con distintas variantes corrobora la teoría mucho más que cualquier argumento. ¿Entendés lo qué te estoy diciendo, Eliseo?
-No, y otra vez me dijiste Eliseo. Que idiota, yo preocupandome por la etiqueta, y perdiendo el tiempo en bailes tan idiotas como yo y vos sufriendo tanto. Deberás pensar que soy un bebé inútil, un cobarde. Siempre a punto de ir a buscarte y nunca llevándolo a cabo.
-No digas eso, sé que también sufriste. Ese palacio inmundo debe estar pudriéndote el cerebro y el corazón. Y en esta casa sos tanto o más prisionero que lo que era yo, que al menos podía leer.
-¡No se puede comparar! En esta casa hay sirvientes, jardines, cualquier cosa que se te ocurra. No me siento un prisionero.
-¿Ah no? ¿Sos libre de hacer lo que quieras?
-Sí.
-¿Y sabías que te van a casar con Adriana de la Butteler?
-¿Con Adriana? ¿Cómo? ¿Quién te dijo eso?
-Ah, ¿No te dijeron nada? Afuera de este jardín tan bonito y ese nido de ratas que llaman Casa Amarilla lo sabe todo el mundo. Nadie se los dijo, pero lo saben. Pero yo me enteré de otra forma. ¿Sabías que a mí también me iban a casar? Por eso Estela me quiso sacar antes que la vieja de mierda se muriera.
-¿Con quién te van a casar?
-¿Importa eso? Si yo no me voy casar.
-¿Qué vas a hacer? ¿A dónde vas a ir?
-Voy a cruzar el mar. ¿Qué hay para mí de este lado? Estela tiene parientes en las colonias Asoiures. Dice que el futuro se va a formar ahí, no en esta ciudad de porquería, y yo estoy de acuerdo. ¿Por qué no venís con nosotras?
-No puedo.
-¿Por qué no?
-No sé. No puedo.
-¿Tenés miedo?
-Tengo… un deber.
-¿Qué le debés a esta gente? ¿Hiciste un juramento de sangre ? Sabés que solo te quieren porque sos el heredero de los Bandadelsur. Para ellos no sos una persona real, con sueños y sentimientos. Sos un número en la columna de entrada de un libro de contaduría.
-Y tienen razón. No tengo sueños ni sentimientos. Soy nada más que el marqués de Bandadelsur.
Y luego de dicho esto se miraron en silencio un largo rato. Si años antes, cuando se habían escapado del Lencho juntos para perseguir al Mano de Mosca, la Mari le había dado la impresión de ser una estatua eterna, fuera del mundo, ahora era todo lo contrario. Le daba la impresión de ser una rama más del árbol, o una ardilla corriendo por su corteza, o un ser capaz de enterrarse en la tierra y surgir en cualquier parte o nunca más.
-No voy a obligarte -le dijo ella- Sería contrario a lo que te estoy diciendo. Si querés quedate acá, casate con esa chica insulsa, tené amantes, trepá socialmente, tené hijos, arreglá los casamientos de esos hijos y morí rodeado de ellos sobre un colchón de copas de oro y porciones de campeón. Honestamente, es un destino tan válido como el mío. Pero si un día tu vida te da nauseas sabés dónde voy a estar.
Y cuando Mari desapareció y el marqués estuvo de nuevo en su cama, se debatió entre si lo había soñado todo o si fue un suceso real, y al momento de volver a dormirse no había llegado a ninguna conclusión. A la mañana siguiente, las noticias de la desaparición de su prima y de la muerte de su abuela dieron vuelta la casa. Los Dieces discutían, y todo el tiempo entraba y salía gente, pero nadie le prestaba atención a él. Entonces por primera vez se acercó voluntariamente a Adriana, la que aparentemente iba a ser su esposa, que leía en el jardín a la sombra de un olmo, y pasó toda la tarde hablando con ella. Le contó sobre la vida en el Lencho, su prima y los juegos, y ella sobre cómo era la vida antes de que sus padres discutieran todo el tiempo y como se había dado cuenta, escuchando fragmentos de conversación aquí y allá, que discutían por ella y su destino. Y que a ella le gustaría conocer ese destino. El marqués no le dijo que estaban comprometidos, solo algo que le había escuchado decir alguna vez al abate Sanchez de que más que destino lo que había era una oportunidad de trabajar sobre lo que el destino hacía de uno. Durante los siguientes días, pasaron cada momento libre que tenían juntos. Bandadelsur prestó atención por primera vez a esa chica que todas las mañanas desayunaba a su lado, a como se vestía, de forma mucho más sencilla que sus hermanas, tanto la mayor como la menor, pero al mismo tiempo más deliberada. Prefería los tonos más oscuros y los accesorios, como aros con pequeños cuervos, símbolo de su club, y las pulseras de bijouterie con sus colores. Adriana le hablaba de caballos, y del pony gris que era su favorito y se llamaba Nube. Que le habían puesto así porque nació todo blanco, y después fue tomando color con los años, como si se preparara para desatar una tormenta.
La Diez muy pronto notó lo bien que se llevaban Adriana y el marqués, y entonces decidió anunciar públicamente el compromiso. Se enviaron las invitaciones y se imprimieron medallas conmemorativas con sus rostros. Al momento de entrar en la capilla donde el mismísimo arzodiego de Portenia iba a unirlos, tenían quince años. Del lado de la novia había una multitud de gente de sociedad y representantes de todos los clubes importantes, y por el lado del novio había exactamente nueve personas y, salvo el abate Sanchez, con quien apenas cruzó palabra, ninguna proveniente del Sur. Eran algunos compañeros con los que jamás había establecido una relación particularmente cercana y aquel profesor que se había caído por las escaleras, ya recuperado de su septicemia, y cuyas clases se habían vuelto las únicas en las que el marqués no estaba detrás de los demás, y más bien los adelantaba. Él decía que cuando se leía historia no había que imaginar vastos ejércitos como los que se habían reclutado para ir a pelear contra la alianza oriental y Asoiur. Que las armas que había antes del cataclismo hacían tales aglomeraciones de gente un suicidio total. Los mosquetes disparaban cientos o miles de balas por minuto, y que esas balas se producían de a millones, y que todo eso era necesario porque cuando había un cruce de fuego, la mayoría de las balas se usaban para suprimir el movimiento del enemigo, disparándose contra edificios y contra la nada, y los soldados debían moverse dispersos y en pequeños grupos para encontrar cobertura y no ser acribillados. También había carros que andaban sin caballos y formas en las que la gente podía hablarse a distancias fantásticas como si estuvieran al lado e innumerables maravillas más. Y por hablar de esas cosas el profesor era tan aborrecido, porque nada había tan lejano a lo que era importante en el Palacio Monumental, quien se paraba mejor socialmente ante quien, que aquellas ridículas tecnologías antecataclísmicas, tan relevantes para el presente como la complexión del Mano de Mosca o las teorías al respecto de su naturaleza o falta de tal, que eran de interés solo para los que ocupaban el escalafón social más bajo dentro del Palacio, porque su único placer era encontrar cabos sueltos en aquel entramado de datos, como otros lo hacían entre los chismes y rumores que les permitirían progresar en sus vidas. Tan mal considerada estaba esa sombra fantástica en el borde de la civilización que había veces en las que el propio Marqués de Bandadelsur, que había conocido a sus víctimas y había tenido al monstruo enfrente de sus ojos y casi se había convertido en una más de esas víctimas, detestaba hablar de eso, e incluso sospechaba que el único motivo por el que esos escasos compañeros y ese profesor habían accedido a presentarse públicamente como invitados suyos, era para ganarse su favor y que les contara detalles sobre esa noche fatídica, que el marqués hubiese preferido olvidar.
Luego de la ceremonia se hizo un asado ingente, con tantos litros de vino que se produjo una escasez en el mercado esa temporada, y mucho antes de que se terminara los novios se retiraron a cuartos separados para dormir. La Diez había decidido que su hija todavía no podía perder la virginidad y era de las únicas personas lo suficientemente sobrias en aquella fiesta para hacer cumplir el dictamen. Y para prevenir cualquier comportamiento inapropiado antes de tiempo, Bandadelsur fue designado capitán del regimiento familiar, los Dragones de la Butteler. Debía presentarse en Entre Ríos, en una fortaleza de frontera no muy lejana a la que su padre había muerto defendiendo, pero hasta que cumpliera la mayoría de edad no se trataría más que de un puesto ceremonial. En la última posta antes de llegar a Gualeguaychú, se enteró de la noticia de que el rey Hugo IV de la Boca, que llevaba casi seis décadas en el trono, había muerto de una enfermedad desconocida que le produjo brotes morados en todo el cuerpo. Una docena de médicos y cirujanos lo habían atendido, y ni ellos ni ninguno de sus sangrados había logrado detener el padecimiento. Y junto a esas noticias había palabras de que en toda Portenia la gente temía porque el nuevo rey era el compañero Exequiel, el hermano mayor de Alancito de la Boca, uno de esos hombres que se encerraban a tratar de revivir el pasado, y su esposa era Teodora Guerrero de Rosario, cuya sola fama ya amenazaba con transformar la atmósfera aletargada en la que el rey anciano había sumido a Casa Amarilla y a Portenia en una sucesión interminable de juegos, fiestas y asados lujuriosos.