EL MARQUÉS DE BANDADELSUR
CAPÍTULO IV
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Mamá:
Comparo mi llegada al fuerte con el día en que te conocí, que fue también mi primer día en Portenia. Cuando te bajaste del carro con tu vestido azul que luego aprendí es el mismo que usaste el día que te presentaron ante el rey, no pensé que eras mi madre. No sé que pensé, estaba aturdido por la ciudad y por la comida, por una melodía que se repetía y unas voces que se repetían entrelazándose con las construcciones y la gente como algunos actos iniciales de las óperas que más te gustan. Quizás querrías venderme algo o quizás serías un edificio más o quizás venías a matarme. Pero luego me abrazaste y lo supe. Eras mi madre. Y con ese antecedente, lo menos que me esperaba al ver de lejos las trincheras y las murallas del fuerte de Gualeguaychú era encontrar allí a mi padre, con veintisiete años como el día que murió, tan cerca de aquí, impecable en su uniforme, impoluto por el lodo y la sangre, usando nuestros colores, y para colmo arriba de un corcel blanco con bridas doradas. Si vos me abrazaste después de tanto tiempo, ¿Por qué no él también? Aunque ahora que lo pienso hubiese sido tan mal visto que me abrazara enfrente de todo el mundo o siquiera que reconocieramos nuestro parentesco, que lo tendríamos que haber hecho solapadamente. Él hubiese dado una bienvenida genérica a los reclutas o incluso dicho todavía menos, hubiese pasado por al lado mío sin mirarme, y se hubiese metido en el casino de oficiales a tomar una copa. Hubiese llegado yo sólo a la barraca de hijos de (una mezcla de privilegio y la ilusión de llanidad que tanto le gusta a la gente que te cae mal en Portenia), a sentarme sólo en un rincón mientras los demás hablaban animadamente del carnaval y las diferencias entre las chicas de una u otra provincia. Y a la primera oportunidad me hubiese puesto a correr o a barrer o una de esas cosas con inusitado entusiasmo, para que papá tomara nota de mí. Y sé que en un momento en que el sudor me tapara los ojos, quizas echado cuerpo a tierra o arrastrandome por el fango, quizas en pleno desfile con nuestros uniformes nuevos, que seguramente jamás llegarían a ver acción verdadera, o mientras levantaba el mosquete en un campo de tiro, con la intención de darle a un blanco fijo, o tratando de apuñalar un hombre de paja con la bayoneta, hubiese pasado a mirarnos desdeñosamente, y en medio de todo ese desdén un movimiento de sus pupilas o un gesto hubiese bastado como comunicación total y eterna entre nosotros. Hubiese sabido que aquel hombre era mi padre y que yo era su hijo. Claro que no sé cómo era su personalidad, y nunca me hablaste mucho de ello, y en realidad exagero ampliamente la dureza del entrenamiento. Todo el mundo está realmente muy emocionado por el carnaval, y ya me veo venir que todo en este fuerte es una farsa, y que mi estadía acá será más bien una fiesta continua ocasionalmente interrumpida por maniobras.
Pero claro que en esta vida real mi padre no salió de su tumba, y quien nos recibió fue el mariscal de LaQuema, que es el oficial a cargo del fuerte. No es habitual que el comandante reciba reclutas comunes pero, claro, no somos reclutas comunes. Somos los hijos de algo. Se supone que venimos para ser los oficiales de los distintos regimientos familiares, y lo que nos estaba anunciando no era tanto una bienvenida si no que los regimientos familiares no iban a existir más. Dijo LaQuema que el nuevo rey lo había relevado honrosamente de sus deberes anteriores (y no tardaron en circular los rumores sobre la naturaleza exacta de esos deberes anteriores, y si era realmente el rey en persona el que lo había relevado o más bien su esposa rosarina), y le había encargado mucho el renovar los cuadros del ejército de Portenia, que están infestados de niños bien ostentando rangos que no merecen, porque está claro que somos más actores que soldados. Y que aún así nos seguían poniendo de generales como si fuésemos nuestros ancestros de faca, los hinchas que pelearon junto a Nancy de Villa del Parque. Él no iba a permitir que pomposos bufones (así nos dijo) jugaran al soldado mientras se perdía medio imperio. Y bueno, por supuesto sentí que me miraba a mí personalmente cuando decía eso de que éramos jóvenes, torpes y sin experiencia, y finalmente parece que nuestros apellidos iban a ser tan estorbo como ayuda, aunque aún estamos muy lejos de arrastrarnos por la tierra. No iba a llegar a tanto.
Y aunque nunca hubo real discordia entre la familia de LaQuema y los Bandadelsur, no ignoro que la hubo entre LaQuema y mis Butteler adoptivos, de hace mucho tiempo. Como nosotros con esos de los que ni hablamos. Me da culpa y vergüenza el hecho de admitir que antes de escribirte a vos sentí algo de temor y le escribí al Diez, preguntandole que antecedentes debía temer de aquel hombre. Me contestó no con una carta si no con un mensajero de su casa, un hombre que yo jamás había visto, que me dijo (con perdón) que era un idiota preguntando esas cosas por carta, y creo que con eso me lo dijo todo. Y lo que no me lo dijo él me lo dijeron los rumores. LaQuema fue alguna clase de espía o maestro de espías para Hugo IV de La Boca durante más de una década, luego del fin de la guerra, preparándose para la siguiente, pero no tiene nexos sólidos en la nueva corte, y por eso tiene este encargo.
Me gustaría saber como te hubiesen caído los dieces, Butteler y mi suegra. Sé que te hubiese gustado Adriana. No la elegí, pero siento que podría haberla elegido. Aunque aún no nos hemos conocido (con perdón, pero sé que hubieses incentivado a que te hable de estas cosas) tanto como me hubiese complacido, pero fue la única con la que mantuve correspondencia regular. Adriana dice que le habla a todo el mundo de mi, de su marido el capitán de Dragones (la decepción que le espera), y que me quiere bien y que no puede esperar a verme en uniforme. Y dice todo esto y otras cosas de una manera muy decorosa, que sé que no es porque parece que todas las cartas que tocan el correo se vuelven automáticamente públicas (y qué tranquilo me deja no tener que ensobrar esto para que te llegue allí donde estés).
Me distraigo. Decía que el mariscal tiene razón. Por ahora no puedo evitar ser joven e inexperto, pero también sé que me dirías que no por eso tengo que ser vago o ignorante. No sin orgullo te confieso algo que nunca admitiría ante mis compañeros: que presto atención en las maniobras. Que leo manuales de estrategia y táctica militar, incluso los antiguos, los que tratan de armas que nunca alcanzaremos a empuñar. Se me habrá contagiado el entusiasmo del Diez por la historia, y el de mis profesores en el Palacio Monumental. Creo que si fuera un cadete sin nombre podría aspirar a tener una verdadera carrera militar. Así como están las cosas, aspiraré a no pasar demasiada vergüenza.
También me gustaría decirte que finalmente he hecho dos amigos. No por mérito mío, la amistad es una de las tantas destrezas que aún no domino. Mis inseguridades y las circunstancias en las que trabamos charla inicialmente me dicen que no son amigos verdaderos, si no que alguien (mi suegro, mi suegra, LaQuema) les dijo que se acercaran a mí, que me sacaran de mi cascarón o incluso que me mantuvieron vigilado. Buenas razones tengo para sospechar de uno porque es mi cuñado, Lucho, el vizcompañero de la Butteler, casado con Carolina, la hermana mayor de Adriana. Él es la excepción viviente a lo que dice el mariscal de los hijos de, porque si Nancy de Villa del Parque reviviera para convocar a otra Guerra Santa, él sería el primero en pasar por cualquier brecha, espada en mano, para combatir a cualquiera que le pusieran enfrente. Antes de decirme “hola” me ofreció vino secreto de un odre de cuero y me hizo tomar un trago. No me llevo bien con el vino, pero me sentí obligado a aceptar, y antes de terminar aquella primera conversación ya me sentía muy mal de la cabeza y del estómago y tuve que excusarme. Todos los presentes se rieron bastante, incluyendo al Lucho, y por eso grande fue mi sorpresa (y mi sospecha) cuando al día siguiente se presentó de nuevo con un odre de vino secreto para convidarme. Lucho de la Butteler se lleva muy bien con el vino. Puede tomar continuamente sin que se note nada de su borrachera. No afecta ni su dicción, ni su motricidad, ni su puntería, porque con frecuencia ya está ebrio para el momento en que tiene que demostrarla y nunca le falla. Además de sus intenciones verdaderas, empiezo a preguntarme primero de donde saca tanto vino y segundo si sería tan valiente sobrio. Sé que me digo esto último para sentirme mejor conmigo mismo, que con frecuencia me falta el valor en situaciones difíciles.
Mi otro amigo es Ciro Puccini, el compañero de La Crespo, un varón culto como no existe en ninguna parte. Es aún soltero, pero como en el cuartel se habla de las hijas de Gualeguaychú, nadie duda que las hijas de Gualeguaychú están todas hablando de él. Él bromea en que el objetivo de su vida es dejarnos a todos sin trabajo, porque una vez que entre al servicio diplomático se van a acabar todas las guerras. Yo le dije (en una de esas reuniones en la que el Lucho reparte odres de vino y todo el mundo le jura devoción eterna) que admiraba su ambición, pero que eso era imposible, porque la existencia de la guerra no tenía nada que ver con la relación entre los estados, y todo que ver con la ambición de los varones, y Lucho casi se atraganta de la risa (una risa para mi inexplicable) y los demás lo imitaron y Ciro sonrió y nos hicimos amigos los tres.
Pero paso ahora al verdadero motivo por el que te estoy escribiendo esta carta. LaQuema se acercó a hablar conmigo personalmente, a propósito aparentemente de nada. Dada su introducción, asumí inmediatamente que iba a expulsarme deshonrosamente del fuerte y que iba a tener una charla muy tensa con el Diez de la Butteler cuando llegara a su plaza. Pero me dijo que recordaba a mi padre, Eliseo de Arenales, marqués de Bandadelsur. Que había servido junto con él y que había estado en la retirada en la que encontró la muerte. Habló largamente de su valor y cómo ese valor salvó a tanta gente y me dijo que como su heredero, tenía un trabajo especial para mí. Le dije que no tenía perfil para espía y no le iba a servir para nada. Se rió (creo que esa es mi virtud, hacer reír por accidente a la gente) y me dijo que necesitaba tanto algunos que no pararan de hablar como otros que apartaran la vista cuando se les mirara. Me citó en el pueblo, donde justamente no tenía que hablar con nadie ni mirarlos, exactamente a la una y cuarto de la madrugada, en una casa de ladrillos colorados en San Juan y el boulevard Daneri que estaba enfrente de una tienda de frutas y verduras. No me atreví a faltar, aunque sospechaba que iba a tratarse de algún tipo de iniciación militar, de esas que uno tiene que pasar por toda clase de rituales humillantes para sentirse parte del grupo. Si todo lo que dice un espía es un código significativo, entonces San Juan es el que que bautizó a Jesus, y quizás también el que fue su maestro, Daneri es una compresión de Dante Alighieri, que descendió a los infiernos, que vendrían a ser la casa de ladrillos colorados, y no se que sería la tienda de frutas y verduras. Quizás la iniciación involucrara choclos o zanahorias. Esto lo pensé después, en maniobras. En ese momento le pregunté cómo tenía que ir vestido, y otra vez se rió y se fue. No volvió a dirigirme la palabra en lo que salvo por eso fue un día normal, en el que no me atreví a conversar sobre LaQuema con nadie. Más bien calculé cuánto me llevaría ir a pie al pueblo, y le agregué quince minutos más por si acaso tenía que lidiar con algún contratiempo. Luego, ir de uniforme o de gala me pareció absurdo. Iría vestido de paisano, con la cara tapada por un chambergo, como si fuera al pueblo por otros menesteres que quisiera que nadie supiera. Me acosté al toque habitual del clarín y pensé que iba a quedarme despierto, pero me desperté sobresaltado en la oscuridad, pensando que había perdido la cita. Me había despertado el movimiento del vizcompañero de Liniers, en la otra punta de la barraca que, apenas iluminada por las luces de los centinelas en las torres, pude ver se había tropezado con su baúl al levantarse de la cama. Que no fuese el único invitado le daba fuerzas a la hipótesis de la iniciación. Mi reloj de bolsillo (que me costó mucho ver) me dijo que aún me faltaba una hora. Salí de mi cama cuando estuve seguro que Liniers no iba a volver y me vestí en silencio con la ropa que ya tenía preparada bajo la cama. No me sorprendió que el guardia no estuviera en su puesto y no me costó salir del fuerte. El camino a Gualeguaychú estaba despejado, y también sus oscuras calles. Me di cuenta que no sabía ubicarme, pero afortunadamente no es un lugar muy grande y vi el cartel de la tienda de frutas y verduras antes de la casa de ladrillos colorados, que parecía haber sido construida apilando los ladrillos casi al azar, dada la manera que protuberaban de la fachada. Llegué allí exactamente a la hora que tenía que llegar, y me abrió la puerta una sirvienta antes de que tocara. Haciendome con el dedo el gesto de que guardara silencio, me guió a través de un pasillo sin revoque hacia una habitación en el fondo que, a diferencia del resto de la casa, estaba amueblada como un salón de Casa Amarilla, con un domo con una araña de cristal que daba la impresión de elevarse más alto que la casa, paredes de dorado a la hoja y vitrales que daban a patios interiores totalmente derruidos. Las sillas tenían esas patas delgadísimas que al mismo tiempo dan la impresión de poder soportar el peso de gigantes y la alfombra era roja y blanca con motivos de globos aerostáticos. Cuando llegué ya había diez o doce personas, hombres y mujeres, la mayoría de pie y no todos de clase. LaQuema no estaba, pero sí el Lucho y quince minutos después de mí llegó Ciro. Alguien dijo que LaQuema lo había recibido y que luego se retiró para ocuparse de ciertos asuntos y que volvería cuando estuviésemos todos. Había vino (que yo desaproveché y Lucho no) y también pequeñas pizzetas en platitos individuales de porcelana. Socializamos como si hubiésemos estado en una recepción en el Palacio, y cuando llegó LaQuema, lo hizo con tanto sigilo que muchos no se dieron cuenta que había llegado. Nos indicó que nos llevaría a otro salón y que dejáramos las copas y la comida allí. El otro salón era lo que Lucho (que se negó a desprenderse de la copa) designó luego como su cuarto de loco. Estaba totalmente cubierto de mapas y papeles y grabados y recortes de periódicos. Nos mostró primero un mapa de Portenia, pero como era hace cientos de años. Vi el Lencho y vi la plaza Butteler cuando era solamente una plaza. Sobre el mapa había chinches de colores conectadas por hilos blancos como de matambre. Primero pensé que los colores eran arbitrarios, pero LaQuema nos dijo que había documentado cada ubicación importante, y a cada una le había asignado un color y a cada color una leyenda, que estaba en otro papel colgado al lado. Los puntos negros eran los que estaban confirmados por los textos, los amarillos eran mencionados en textos escritos en colaboración, los rojos eran mencionados en textos perdidos, pero sugeridos por citas en otros textos menores, y los blancos eran los especulativos. Nos dijo que muchos de los puntos negros y rojos habían sido antes puntos blancos, y que revolviendo archivos y bibliotecas y fragmentos citados en otros textos de segundo o tercer grado, había ido completando la figura. Llegó a un momento tan avanzado en la investigación en que no le hacía falta seguir gastando sus energías en encontrar los demás textos que confirmaran los puntos faltantes. Podía simplemente asumirlos y dejar a otro posteriormente el trabajo de corroborarlos.
-¿Ubicación importante para qué? ¿De qué textos habla? -preguntó Ciro, el primero en procesar toda esa información absurda que nos había dejado estupefactos a todos.
LaQuema nos dijo que había marcado cada ubicación mencionada en un texto de Jorge Luis Borges en su mapa, y que la figura que formaban al unirnos era la de un tigre, que era el animal favorito del Maestro. Cuando dijo esto vi que efectivamente era una especie de tigre hecho con hilos, sobre todo si considerábamos sus rayas a las principales avenidas de la ciudad. Dijo que el (falso) Aleph de la calle Garay estaba en el centro geográfico de la ciudad, el corazón del tigre. Una dama preguntó qué era un Aleph, y quién era Borges, y el mariscal la ignoró. Ya estaba demasiado ensimismado para prestarnos atención. A continuación nos mostró un mapa antecataclísmico de todo el mundo, con las mismas características que el otro, hilos y chinches formaban la misma figura del tigre, pero cabeza abajo (que en el espacio no importa) y a escala planetaria. En ese mapa, América estaba en el centro y Asia estaba cortada a la mitad. Y el corazón de este tigre mayor estaba en Cuyo, en esa época aún unido por tierra a Portenia. Nos dijo que el planisferio tenía muchas formas de representarse en dos dimensiones, porque todo el mundo quería ponerse en el centro de sus mapas, pero que esta era la única configuración en la que los puntos formaban un tigre. Consideró absurda la posibilidad de que hubiera otro animal. Su hipótesis es que el Aleph verdadero estaba en Cuyo, y que al ser un punto sin dimensión, no podía verse directamente. Dijo que los antiguos tenían unos artefactos parecidos a espejos de bolsillo cuya única función era reflejar el Aleph, y el Aleph era lo imporante. Ni siquiera LaQuema pudo detener la catarata de conjeturas que siguió a medida que todo el mundo hablaba encima de los demás. ¿Allí en Cuyo habría un texto perdido del Maestro? ¿O quizás el último que leyó antes de quedarse totalmente ciego? Yo dije que en ese punto iba a encontrar a su doble, que era el hombre que iba a matarlo y que luego se daría cuenta que en realidad los dos eran el mismo hombre. LaQuema contestó que me apostaba cien mil copas a que no, y ahí todos prestamos atención. ¿Había copas involucradas? Todos hicieron sus apuestas. Liniers dijo que no había nada. La dama que no sabía lo que era un Aleph aventuró que el corazón del Tigre era en realidad el corazón de Facundo Quiroga, allí enterrado. Alguien dijo que con el artefacto poderosísimo que los antiguos llevaban en el bolsillo estaba hablando de internet y teléfonos celulares, y el mariscal amenazó con echarlo de la sala. Dijo que estaba hablando de magia, y Puccini dijo que la tecnología era un medio para acceder a la magia, que definía como hacer que las cosas pasen.
-Van a pasar cosas -dijo LaQuema-. Las hagamos pasar o no. La sucesión de eventos es tan inevitable como inútil. El Maestro dice que el universo es sucesivo y temporal y no espacial porque somos nada más que entradas en un gigantesco libro cósmico escrito en código. Ese código corresponde a las instrucciones que sigue un objeto (ese punto en Cuyo) y ese objeto es programado como una concatenación de atributos. Y todas las entradas son a su vez atributo de la divinidad que mantiene el libro que es el Universo. Un punto no es espacial ni agotable porque en realidad no es un ente incomunicado. Es un eje de innumerables relaciones entre textos y lectores, dioses y hombres. Venimos a este mundo para leer, y el verdadero Aleph es un texto cualquiera leído por un loco. El loco ve conexiones donde la gente común ve solamente puntos.
No pareció advertir la ironía de que decía todo esto enfrente de un mapa con puntos arbitrarios conectados por hilos de matambre o quizás lo advirtió muy bien. En ese momento la mujer que nos había abierto la puerta (y que yo pensé que era una sirvienta) se reveló como la antigua favorita de Hugo IV de La Boca, Madame del Coloso, y que mientras durara la conspiración (en la que todos nos dimos cuenta estábamos obligados a participar hasta el final al momento de entrar esa casa de ladrillos colorados en medio de la noche) debíamos referirnos a ella en cualquier contexto como Beatriz. Fuera de aquí no debíamos mencionar el nombre de Borges. Debíamos decirle Virgilio. LaQuema era, por supuesto, Dante. Entendimos como un corolario a lo que había dicho de las sucesiones de eventos, que las conspiraciones eran tan inútiles como inevitables. Si yo le había dicho a Puccini que los varones estábamos en la tierra para matarnos entre nosotros, para LaQuema estábamos aquí para conspirar. Leer era conspirar. Nos mandó específicamente a leer a Maquiavelo. Pero no el Maquiavelo de El Príncipe que nos explica cómo ganarle una guerra al Papa y del que todos estamos hartos, si no el Maquiavelo de Discursos sobre la primera década de Tito Livio. Esto es, el Maquiavelo que explica paso a paso cómo llevar a cabo una conspiración. Levanté la mano y dije que yo lo había leído (gracias a vos) y me preguntó si entonces sabía cómo debía orquestarse una conspiración. Dije que sí, que una conspiración era una manipulación de los mecanismos miméticos que guían los deseos de las masas. Básicamente, lo que había que hacer era usar los recursos de los que dispusiéramos para amplificar a nuestro favor y en secreto algo que ya existía o que estaba latente. Seríamos una fuerza multiplicativa.
Salimos de Gualeguaychú todos juntos, con las instrucciones que si éramos descubiertos debíamos pretender que habíamos venido de una juerga común, y no pude determinar quién había creído una palabra de los desvaríos de LaQuema. Todos estaban entusiasmados. Personalmente, pienso que es parte del adiestramiento para ser soldados. No solo los planes inentendibles con objetivos nebulosos de nuestros superiores que debemos obedecer sin cuestionar, si no ese momento de entusiasmo. Así se siente ir a la guerra, supe, una liviandad en el pecho, forzarse a caminar cuando uno quiere correr. Creo que nos espera el terror de la batalla. Cuando Lucho, Ciro y yo estuvimos solos, les pregunté directamente qué pensaban. Lucho dijo que LaQuema estaba completamente loco, pero que seguirlo iba a ser divertido.
-La canción que cantaban las sirenas -citó Puccini.- o el nombre que adoptó Aquiles cuando se escondió entre las mujeres, son cuestiones enigmáticas, pero que no se hallan más allá de toda conjetura. LaQuema se siente perdido y trata de ordenar al mundo a la imagen y semejanza de sus fantasías. Pienso que él era el causante directo de la mayoría de las informaciones que reportaba al rey, y ya no puede contenerse. Siento pena por él.
Esto fue hace varios días. Hoy empieza el carnaval, y se rumorea que el rey y la reina asistirán enmascarados, y que será el momento ideal para poner en marcha los primeros movimientos de la conspiración. Se me acaba el papel y el tiempo, porque ya me apuran mis compañeros. Parece que saldremos a ver de primera mano que es todo esto del carnaval, que ya me lo figuro como un organismo antecataclismico de esos gigantescos cuyos dibujos saturan los cuadernos del Diez de la Butteler, de esos demasiado poderosos para ser destruidos por un vulgar cataclismo o que simplemente se regeneró. Escribo esto por si soy devorado, y te lo escribo a vos porque sos la única cuya lectura inmaterial no provocará el hambre de la bestia.
Te querrá siempre,
Eliseo.