Parte I
Parte II
Parte III
Parte IV
I.
Consideremos la siguiente frase:
“Este país solo va a salir adelante si todos pateamos para el mismo lado (adelante)”
Si usted está de acuerdo con esa frase, usted podría ser totalitarista. Esto es, alguien que considera que la estabilidad, el orden o la prosperidad de un sistema están predicados en la reducción de la variedad interna, porque no hace otra cosa que joder. En capítulos anteriores dijimos que si no teníamos variedad suficiente para procesar algún aspecto del mundo (como la generalmente incomprensible o ultraespecífica jerga de un filósofo) nos volvíamos “la gilada” en ese aspecto particular. En el grafiquito del flow, nos deja afuera de la franja del disfrute y en la ignominiosa esquina inferior derecha de la ansiedad constante e ineludible. El totalitarismo sería entonces una búsqueda de no sentirse gilada todo el tiempo ante la abrumadora complejidad del mundo.
También se suele argumentar por esta postura en pos de la eficiencia. No perdamos más tiempo discutiendo posturas irreconciliables o boludeces y tecnicismos, y vamos a hacer algo. ALGO. Bertrand Russell rastrea esta tendencia en su forma moderna hasta Rosseau y el romanticismo. Rechazar justamente la modernidad y volver a un supuesto estado primordial de inocencia, donde no hacía falta razonar todo y se podía actuar sintiendo o sentir actuando. Es decir, en lugar de que el discurso racional sea transformativo, lo que sería transformativo sería la acción guiada por lo que se siente como correcto. En la época de Russell era Mussolini diciendo: “Soy como los animales, como las bestias, siento que se acerca la hora, la huelo”. A falta de cultura de olores y más allá de Bertrand Russell y saltando un alambrado para pasarse al campito de McLuhan, totalitarista se puede ser tanto en la cultura aural-táctil como en la cultura visual. Para la cultura visual es, paradójicamente, un estado de cosas al que se llega a través de la razón. Pero, ¿Cómo? ¿No es que no había que razonar? No te preocupes, yo, Platón, ya razoné por vos. Totalitario en la cultura visual es cuando empezás pensando lógicamente y querés llegar a alguna conclusión, y una vez que lo hacés… ya está. No hay que pensar más. Queríamos llegar a la verdad y acá estamos: ordenando la sociedad basándonos en la categorización científica de seres humanos de tal manera que se alcance la mayor eficiencia productiva posible. El Bad End de la razón, lo que Robert Elliott llama La Utopía del Gran Inquisidor, de lo que también nos advertía Dostoievski. Ojo con regular toda la vida a la razón y traer felicidad al hombre cueste lo que cueste y caiga quien caiga porque va a costar un montón y vamos a caer todos. Milan Kundera:
El totalitarismo no es sólo el infierno, sino también el sueño del paraíso: el viejo sueño de un mundo donde todos vivirían en armonía, unidos por una única voluntad y fe comunes, sin secretos unos para otros. . . . Si el totalitarismo no explotara estos arquetipos, que están profundamente dentro de todos nosotros y profundamente arraigados en todas las religiones, nunca podría atraer a tanta gente, especialmente durante las primeras fases de su existencia. Sin embargo, una vez que el sueño del paraíso comienza a convertirse en realidad, aquí y allá comienzan a surgir personas que se interponen en su camino, por lo que los gobernantes del paraíso deben construir un pequeño gulag al lado del Edén. Con el tiempo, este gulag se hace cada vez más grande y perfecto, mientras que el paraíso contiguo se hace cada vez más pequeño y pobre.
II.
Para la cultura aural-táctil, el totalitarismo es básicamente el estado óptimo de cosas. En el marco del Haggadah, es el paradigma de los niños simples. Las cosas valen porque son nuestras, se defienden porque son nuestras, y los otros son los malos. No tanto por algo puntual que digan o hagan, si no por ser otros. Es la política concebida como lo hacía Carl Schmidtt: Hay amigos, hay enemigos y nadie puede quedarse afuera de ese orden. El punto es que no haya actos individuales. Para que el sistema sobreviva y prospere, todos sus elementos tienen que estar alineados a sus objetivos, y cualquiera de esos elementos puede ser sacrificado en pos de esos objetivos. Es más, deben buscar activamente sacrificarse por el todo. Esto puede tomar la forma de literalmente la muerte, peleando contra el enemigo o aceptando que los recursos necesarios para tu supervivencia individual estarían mejor empleados en otro lado. O, menos dramático, estudiar ingeniería en vez de historia del arte porque pensás que el país necesita más de ingenieros que de historiadores del arte.
En capítulos anteriores dijimos también que en un contexto de niños simples, proliferan los niños que no saben preguntar. Hacer preguntas es malo en un sistema totalitario, porque no saber automáticamente las cosas te pone ya en una posición, aunque sea parcial, de otredad. De elemento ajeno, no completamente alineado al sistema, y por lo tanto expuesto a ser purgado. Las burocracias, las empresas, las fuerzas armadas, y las instituciones en general suelen estar diseñadas para ser monoculturas. Son esencialmente máquinas que alguien construye para afectar el mundo en alguna forma específica y por eso para participar y ascender en una jerarquía institucional tenes que ser bueno siguiendo sus reglas explícitas e implícitas. Si sos un rebelde que quiere hacer sus propias reglas, si te peleas con las autoridades, te van a reemplazar con alguien que no sea incompetente en el trabajo que fue contratado para hacer, que es regular variedad de la forma en que la institución quiere que la regules. Obedecer sus normativas, afectar el mundo en la manera que la institución fue diseñada para afectarlo, y no de otra forma.
Una monocultura, entonces, causa que individuos ambiciosos o que quieran congraciarse con ella actúen a pesar de la ausencia de una orden explícita de hacerlo. Recordemos que adentro de una monocultura no se puede preguntar o criticar en el sentido parrhesístico de la palabra. La cultura de una institución puede ser vista como una clave de lectura que te permite interpretar sus deseos.
En lationamérica, todo esto que vengo hablando quiere decir “milicos”. Milicos everywhere. Gobiernos de facto por sobre gobiernos de iure. Paso entonces a una serie de citas de Disposición Final, la entrevista que Ceferino Reato le hace al general Videla y que Martin Kohan analiza en El País de la Guerra. La pregunta es qué opinaba Videla sobre las desapariciones, las torturas, las violaciones, los asesinatos y los robos de bebés que cometían los hombres bajo su mando, o incluso si estaba al tanto de todo eso.
"La solución fue apareciendo de una manera espontánea, con los casos de los desaparecidos que se fueron dando"
"No hubo una reunión de Junta para decidir esto; cada Fuerza lo fue decidiendo a medida que se iban produciendo los hechos".
“Frente a estas situaciones había dos caminos para mí: sancionar a los responsables o alentar estas situaciones de manera tácita como una orden superior no escrita que creara la certeza en los mandos inferiores de que nadie sufriría ningún reproche. No había, no podía haber, una Orden de Operaciones que lo dijera. Hubo una autorización tácita. Yo me hago cargo de todos esos hechos"
"A mí los comandantes o jefes de zona no me pedían permiso para proceder: yo consentía por omisión"
Podemos pensar que Videla simplemente estaba mintiendo. Que sí hubo una Orden de Operaciones y que la firmó o la avaló él personalmente, pero todas las mecánicas de un sistema totalitario llevan a que tal orden, como dice Videla, sea irrelevante. Martín Kohan dice que es el mismo perdón tácito que recibía Videla de Dios, que podría haberlo fulminado con un rayo pero no lo hizo, entonces él entiende que lo que hizo (o no hizo) estuvo bien y lo haría de nuevo. Y como no es necesario que Videla reciba visiones beatíficas porque interpreta tácitamente la voluntad divina, tampoco es necesaria una comunicación directa entre Videla y sus subalternos. Las órdenes son todas tácitas, y a nadie se le ocurre que podría preguntar qué hay que hacer ahora. Esto es porque esa es una decisión política, y nadie en una jerarquía militar está capacitado para tomar decisiones políticas, ni siquiera los generales de más alto rango. En la modernidad, los generales aparecen una vez que la decisión política ya fue tomada, y entonces ellos son los que se hacen cargo de encontrar la mejor manera de cumplir esos objetivos.
Esta noción se basa en los tres niveles de análisis militar que propone Clausewitz: estrategia, operaciones y tácticas. La estrategia es el nivel donde nos preguntamos qué objetivos vale la pena perseguir y en qué grado. Es fundamentalmente el arte de asignar prioridades y hacer concesiones, tratando de responder a potencialmente ilimitados intereses y amenazas con recursos limitados. De gobernar. De ahí viene la frase de cabecera de Clausewitz, de que la guerra es una extensión de la política.
“El programa político es el objetivo, la guerra es nada más que el medio para conseguirlo. Y los medios nunca pueden ser considerados fuera de sus propósitos. La guerra no debe concebirse como algo autónomo, sino siempre como un instrumento político”.
Nuestro historiador militar amigo Bret Devereaux nos dice que la mayoría de los “juegos de estrategia” más bien se centran en tácticas y operaciones. Es decir, cómo peleas, donde peleas y cómo llegás ahí. La estrategia tiene que ver con tus objetivos. Si “no ir a la guerra” no es una opción, no hay estrategia ahí. En el sentido de Clausewitz, no hay estrategia ni en el Ajedrez, ni en el TEG, ni en el Age of Empires ni en Warhammer, porque siempre estás obligado a cagarte a palos. En otros contextos, tales como dentro de una empresa o a nivel de administración personal, también se le dice estrategia al planeamiento básico, cuando en realidad eso vendría a ser táctica. No una cuestión de objetivos, si no los medios específicos y localizados de alcanzar esos objetivos. La estrategia es un nivel de análisis concerniente a por qué peleamos y, por lo tanto, también, por qué no lo haríamos. Es decir que de todos los factores del conflicto, las políticas son las que tienen que guiar la acción.
Esto crea efectivamente una subordinación entre los tres niveles de análisis. Las operaciones están subordinadas a la estrategia. Una operación que consigue algo que no es un objetivo estratégico no consigue nada. Y las tácticas están subordinadas a las operaciones, porque son las que las hacen viables. Por eso en la modernidad la autoridad militar suele estar subordinada a la autoridad civil. El patrón de pensamiento siempre tiene que proceder de los más altos problemas estratégicos a priorizar los fines (que también son el dominio de la estrategia), a los medios para conseguir esos fines (sigue siendo estrategia), a la ejecución de esos medios (operaciones) y luego a los detalles de la ejecución en el campo (tácticas). Todas estas etapas son tremendamente complejas. Que la táctica sea un elemento subordinado no quiere decir que sea fácil. Mover y suministrar ejércitos es difícil, anticiparse y contrarrestar las acciones del enemigo es difícil. Es todo difícil.
Por eso a cargo de estas cuestiones la modernidad pone a un profesional especializado, un militar de carrera, que aprende sobre sistemas de armas, logística, historia militar, y que se entrena para rendir en el campo de batalla. Sin embargo, en ninguna parte de ese entrenamiento hay nada que lo ayude a tomar decisiones políticas. A emitir juicios que caigan fuera de su campo de especialización. Esto no se limita al pensamiento militar sino que surge directamente de la profesionalización. La profesionalización consiste en identificar cierto dominio del quehacer humano como tal y darle un paradigma, una clave de lectura excluyente de otras, reducir su variedad de tal manera que puedas entrenar consistentemente gente para que rinda en ese dominio. Es una institución que tiende a ser, por diseño, monocultural.
Y una vez en el poder, los militares, que se entrenan en tácticas y operaciones, encuentran esas formas de pensar totalmente inadecuadas para manejar un país. Hay una forma correcta y una forma incorrecta de, por ejemplo, atacar una posición enemiga fortificada. Hay un objetivo claro y una manera de conseguirlo dados ciertos recursos disponibles. Pero no hay una forma incorrecta y una forma correcta de manejar un país. Todo lo que hagas para arreglar algo rompe otra cosa, y no hay condición de victoria. Tenes que elegir, juzgar y priorizar. Porque si todos los intereses y todas las amenazas tienen el mismo nivel de prioridad, entonces ninguna es prioritaria. Si concebís el gobierno en los términos de la guerra, se trata de una guerra contra un enemigo abismalmente superior que no podés derrotar nunca. Todo problema de gobierno se transforma en una amenaza existencial. Toda situación política en Termópilas o en la caída de Tenochtitlan, en un Last Stand, un estado de pánico y excepción donde todo está permitido.
Arnold Toynbee dice que el militarismo es el suicidio de una civilización. En parte, ese suicidio se trata de un argumento común en teoría de relaciones internacionales de tipo realista, donde el programa básico de todos los estados es simplemente sobrevivir. Y ese objetivo de supervivencia entonces sugiere un programa de maximizar la seguridad. En general, eso implica maximizar el poderío bélico. Irónicamente, eso lleva a disminuir la sensación de seguridad de otros estados vecinos, que a su vez tienen que incrementar su propio poderío militar para mantener su posición. Esto es, una carrera armamentista. Un estado puede tener también proyectos ideológicos, buenos o malos, pero la supervivencia viene primero.
Pero no es cierto que todas las carreras armamentísticas llevan necesariamente a la guerra. La Primera Guerra Mundial, por ejemplo, sí, pero la Guerra Fría no. Lo que hace que una explote y la otra no es la legitimidad y el grado de la amenaza. La Destrucción Mutua Asegurada de John Vonn Neuman, el resultado minmaxeado de la aplicación de su teoría de juegos al problema de múltiples potencias provistas de armas nucleares. La moral del coraje y el honor de los militares es su fuente de legitimidad: una reducción deliberada de variedad propia, del rango de cosas que puedo llegar a hacer, que contrarresta esas dinámicas. Si yo sé que del otro lado hay uno que tiene una probabilidad muy alta de responder con destrucción mutua obligado por el honor y el coraje, ya sé lo que va a pasar si ataco entonces no ataco. Si ese honor flaquea, si empiezo a ver que es posible que no se va a animar a la destrucción mutua, entonces la probabilidad de que yo ataque aumenta.
Fuera de estas dinámicas, es más bien que una sociedad militarizada se suicida porque ese modo de estar siempre en crisis contra un enemigo invencible hace que se vuelva incapaz de responder creativamente a los desafíos, la forma en la que Toynbee dice que las civilizaciones se desarrollan. Si vos tenes una fórmula resolvente, tratas de reducir todos los problemas a buscar las raíces de un polinomio de segundo grado. Si vos tenés un ejército, tratas de reducir todos los problemas a algo que puedas cagar a tiros. A veces funcionará, a veces no.
En términos clausewitzcianos, lo que suele pasar es que estos líderes militares ocupando el poder político toman condiciones operacionales en sus planes como constantes asumidas. Es decir, permite que el trabajo del general de manejar fricciones se extienda al rol del estado de manejar programas políticos, y así se ponen problemas tácticos y operativos por encima de cuestiones estratégicas. Un problema de la acción por la acción misma. Tu operación consigue algo, pero como ese algo no es parte de un objetivo estratégico porque nunca te sentaste a determinar cuales son tus objetivos estratégicos (qué querés y para qué), eso que conseguiste es nada. “¿Qué hacemos SI vamos a la guerra con los ingleses por las Malvinas?” se transforma en “¿Qué hacemos CUANDO vayamos a la guerra con los ingleses por las Malvinas?”. Esto omite completamente la pregunta estratégica de “¿Deberíamos ir a la guerra con los ingleses por las Malvinas?” Y el carácter totalitario del gobierno hace que no haya un parrhesiastes que pueda decir “No, hay otras formas menos suicidas de ganar legitimidad y no perder el poder”.
Entonces un like para ir a la guerra.
No se diga más.
IV.
En las secciones anteriores usé mucho “en la modernidad el soldado…”. Esto es porque, como dice John Keegan en The Face of Battle, la experiencia de la guerra no es la misma en diferentes tiempos y lugares. Todos valoran el coraje, el honor o el heroísmo, pero todas esas palabras significan distintas cosas para un espartano, un apache, un Samurai, un soldado en la Europa medieval, uno que pelea en las guerras napoleónicas, y para Borges, que es ponerse un poncho blanco y hacerse matar en la batalla de La Verde, y Wittgenstein 1.0 se agarra la cabeza. A veces el coraje es obedecer ciegamente órdenes, a veces desafiarlas las considerás injustas. A veces es mantener tu posición estoicamente en formación y a veces el más valiente es el que va corriendo a hacerle sumbudrule en la cabeza a un guerrero enemigo. Hay también una diferencia entre la experiencia del soldado moderno, para el que la guerra es una profesión como podría ser la medicina o la abogacía (pero una profesión particular, nos dice Martin Kohan, porque si no hay guerras no puede ejercer su profesión), un soldado conscripto, que cumple su servicio militar durante un período determinado y después vuelve a la vida civil para hacer otra cosa, y el guerrero, para quien la guerra es una identidad ineludible. A lo largo de muchas sociedades, esos guerreros generalmente adquirían poderes políticos como extensiones de esa identidad.
Entonces si bien se mantiene la idea de que las habilidades y el conocimiento necesarios para pelear una guerra son distintos que los que se necesitan para gobernar, no es cierto que siempre y en todas partes esas habilidades y conocimientos los manejan diferentes personas. Por ejemplo (y cuando no), en la república romana los políticos y los militares de alto rango eran los mismos tipos: los senadores. Para ser general tenías sí o sí que ser senador.
Pero esto tiene que ver con la forma en la que los senadores obtenían su legitimidad. Devereaux nos dice que los pronunciamientos del senado romano en la época de la República, digamos hasta las reformas de Sulla donde se duplica la cantidad de senadores, son escuchados no porque haya una ley que diga que tienen que ser escuchados. El senado romano carecía completamente de poderes legales formales. Pero no necesitaban poder de iure porque tenían poder de facto. Los romanos les daban bola no solo porque estaban acostumbrados a las jerarquías explícitas, dentro de la familia y en redes de clientelismo, y a la idea de que la edad implica autoridad (Senador viene de “Senex”, viejo). Si no porque todo el mundo entiende que los senadores son objetivamente los hombres más exitosos, prestigiosos y capos de la República. Los políticos modernos tienen que competir con periodistas, opinólogos, empresarios y famosos varios por influencia, pero la naturaleza de la sociedad romana implica que todos los hombres con influencia están en el senado. Tienen el monopolio de la grossura. Son los que tienen más plata, los más famosos, los mejores generales, los sacerdotes con más experiencia, los que más cogen, etc. Entonces cuando hablan como un cuerpo unificado es como si cien Scalonis, cien Bilardos y cien Menottis estuviesen todos de acuerdo en una lista de convocados para la selección. Olvidate, van esos.
El primer problema con eso ya lo establecimos, que es que la definición de “valiente” es distinta en diferentes tiempos y lugares y a veces por gente que vive en el mismo tiempo y lugar. Pero digamos que tenemos una monocultura y estamos todos de acuerdo en que significa “valiente”. Para los romanos, la virtus era la fuerza animadora de la personalidad que nos impulsa a realizar grandes hazañas: es ambición casi imprudente pero combinada con la obstinación y la determinación de perseverar a través de las dificultades, a pesar del miedo. El romano ideal, entonces, sería como un merquero psicópata acompañado por alguien que sabe pararlo cuando se pasa de rosca.
¿Cuál es, entonces, el problema con juntar trescientos de esos y darles el gobierno? A los romanos les fue bien bastante tiempo.
La contra es que esta autoridad, al ser de facto, es frágil. Si de repente las cosas les empiezan a salir mal, aunque sea por azar, o cambia el deporte que hay que jugar o si los valores de la población sobre qué es lo que constituye un auténtico capo cambian, no hay plan B. No hay un marco jurídico que te permita poner otra clase de persona más apropiada al frente del estado. El sistema muy rápidamente se vuelve inestable, y los mismos eventos que en otra época hubiesen podido resistir de repente llevan a la crisis y al caos, como eventualmente les pasa a los romanos. Por ejemplo, en el año 81 a.c. viene Sulla, duplica la cantidad de senadores y entonces ya no estamos tan seguros de que sean los más capos que tienen razón siempre. Está Scaloni en el senado, pero también, no sé, Caruso Lombardi. Y cada pronunciamiento vendehumo de Caruso reduce la legitimidad de la institución en general, y llega un punto que nos vamos a las manos.
Además, en realidad no podemos decir que la República Romana era totalitaria o monocultural en el sentido que venimos manejando. Parte de su capacidad de pasarle el trapo a todo el mundo era su capacidad de integrar comunidades de socii y un régimen relativamente amistoso para incorporar nuevos ciudadanos. “Amistoso” en comparación con los demás poderes imperiales, mucho más obsesionados en mantener la homogeneidad cultural y étnica de sus clases dominantes. Es la diferencia entre usar a tus aliados como carne de cañón o aprovechar sus talentos en posiciones de liderazgo, o donde puedan hacer uso de su experiencia técnica. Son inclusivos no por altruismo moral como lo podemos entender hoy nosotros, que era lo último en la cabeza de un aristócrata romano, si no porque les conviene. Mientras más inclusivos son, mejor les va. No solo porque ahora tienen ejércitos más grandes con más espadas para cortar más cabezas de enemigos. Eso lo podés conseguir con el modelo clásico de imperialismo, como el que Oesterheld muestra en el Eternauta, donde un poder central (los Ellos) domina y extrae recursos y servicio militar de pueblos dominados (los Manos, los Gurbos, los Cascarudos). Pero Roma desarrolla El modelo Gokú del Imperialismo: Yo te gano, y por lo tanto ahora somos amigos, y contra el próximo malo vamos todos juntos.
En términos cibernéticos, consiste en calcular de qué lado de la ecuación de regulación de variedad te conviene poner a tus nuevos aliados. Si son más variedad a regular o si podes desplegarlos para que te ayuden a regular a vos.
V.
El totalitarismo tiene, justificadamente, una mala reputación, y por eso aquellos que lo bancan suelen justificarlo como un mal necesario para combatir una encarnación aún más profunda del mal, como evitar que Caruso Lombardi llene la selección con jugadores random del ascenso que le gustan a él.
Si nos movemos muy rápido podemos pensar, como Robert Carlyle, que esto de tener que ir todo el tiempo a la guerra o la degradación de la virtud que lleva al caos es un ejemplo del meme de como los quilombos crean hombres fuertes que crean buenos tiempos que crean hombres débiles que traen quilombo. Pero es al revés. La necesidad de legitimidad de una aristocracia militar los lleva todo el tiempo a ir a la guerra para mantener esa legitimidad. Para dejar en claro que con ellos no se jode. Para eso tienen que ser capaces de mantener y equipar soldados. La manera más inmediata de conseguir guita es ir a la guerra, pero las guerras a su vez drenan el tesoro, aún cuando las ganan, porque no siempre podes ir a la guerra contra enemigos ricos a los que saquear. Y si la campaña llega a no ser absolutamente exitosa y tratas de ratonear con la paga de los soldados, los soldados te limpian a vos y ponen un nuevo emperador-general, aprovechando que la distinción entre un político y un general está blurreada. Y este nuevo emperador-general tiene que construir legitimidad, entonces tiene que ir a la guerra, que funde el tesoro y todo así hasta la crisis del siglo tercero.
Entonces no es que la falta de hombres fuertes de acción produce una crisis que tiene que ser solucionada por hombres fuertes de acción. Los hombres fuertes de acción producen directamente la crisis haciendo la guerra todo el tiempo en lugar de gobernar.
Tolstoi describe este fenómeno en La Guerra y la Paz. No son las decisiones de Napoleón ni el Zar los que deciden el curso de la guerra. Ellos no toman decisiones, sino que más bien son arrastrados por una ola de fervor que crece incontrolablemente y eventualmente los rompe contra las piedras. El modelo de la historia de Tolstoi, que a diferencia del de Carlyle prescinde de los Grandes Hombres, implica que generalmente no hay una autoridad central capaz de determinar unilateralmente que es lo que constituye una de estas olas o burbujas o pánicos morales. Que tal autoridad existe es el corazón de toda teoría conspirativa. Cuando la burbuja reviente y la locura termina, hay que ver si fue la CIA o los rusos o George Soros o los reptilianos judíos los que activaron este mecanismo tan vertiginoso y furioso y coordinado y brutalmente eficaz que hace que el Desembarco en Normandía parezca Homero Simpson vendiendo el azúcar. Sin embargo, en el siglo XX, la alianza entre los gobiernos militares y los poderes económicos concentrados es todo lo contrario a una conspiración, es algo que se muestra libremente.
El general Lanusse dice en sus memorias que “En todos los casos las fuerzas armadas habían salido del poder (al que habían llegado con optimismo) persuadidas de que habían sido instrumentadas por minorías interesadas. Sin una ideología propia, fueron siempre bombardeadas por la acción psicológica y copadas por grupos minoritarios, de los cuales se libraron convocando a elecciones que no habían previsto y retirándose con el juramento de no volver”.
A los militares no les gusta elegir. Cuando tienen que explicar por qué sucedió algo, siempre hay alguien o algo que decidió por ellos, y ellos no hicieron más que obedecer. Sin embargo, tampoco hace falta que sea una gran conspiración. Puede ocurrir que traten de gobernar bien de buena fe. Lo que pasa es que su tendencia a enfrentar problemas de estado como cuestiones tácticas y operativas los lleva a buscar ese tipo de soluciones. Si se te rompe un tanque, llamás al mecánico especialista en tanques para que te lo arregle. Si se te rompe la economía, debe haber un equivalente al mecánico de tanques que arregle economías.
Ay no.
Pero me faltó el tercer motivo por el que una sociedad militarista se suicida. Lo más patético de una sociedad militarista es que toda su existencia gira alrededor de la guerra, con ser fuertes y valientes y puros y unificados y no decadentes ni discutidores ni putos de diferentes colores ni mujeres que se visten como trolas, pero sucede bastante seguido (sobre todo a partir de la modernidad temprana, y más todavía en épocas de guerra industrial) que después van a la guerra con esas sociedades liberales y decadentes llenas de putos de diferentes colores y mujeres que se visten como trolas y pierden. ¿Y como es que la sociedad liberal es mejor en la guerra que los mismisimos Gordos Guerra? Ya anticipé una parte, eso de que lado de la ecuación de regulación de variedad ponés a la gente, pero hay mucho más para tratar del liberalismo en el próximo capítulo.